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Azul ingresó al hogar y comprendió desde ese momento lo que le había dicho su amiga, aquel era un sitio de desolación y tristeza, los ancianos estaban sentados en cualquier rincón, como si esperaran la muerte sin ninguna clase de esperanza

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Azul ingresó al hogar y comprendió desde ese momento lo que le había dicho su amiga, aquel era un sitio de desolación y tristeza, los ancianos estaban sentados en cualquier rincón, como si esperaran la muerte sin ninguna clase de esperanza. Lo primero que ella hizo fue saludarlos a todos y darles un abrazo, se quedó hablando con algunos que aprovecharon que un oído los quería escuchar y luego pasó a ver a los que estaban en habitaciones.

—¿Estos están peor? —preguntó Azul con la tristeza calándole el alma.

—Sí, algunos ya no se mueven, no hablan... apenas comen... están acabándose lentamente y nada podemos hacer, no tenemos recursos —dijo la enfermera que la acompañaba.

Azul conoció a unos diez ancianitos en esas condiciones y cuando ya solo le quedaba una habitación, necesitó tomar un poco de aire.

Salió al jardín y sintió su teléfono vibrar, era Felipe, pero no le iba a atender. Le daría un poco de su medicina.

Caminó por aquel sitio en ruinas y sintió ganas de llorar, ¿por qué esas personas tenían que pasar así el resto de sus vidas? ¿Qué podía hacer ella al respecto? ¿Por qué a nadie les importaba? ¿Dónde estaban los hijos de esas personas? ¿Qué clase de historias habían vivido?

Se secó las lágrimas y caminó a la última habitación, allí estaba la enfermera que había conocido al llegar y le regaló una sonrisa.

—A él lo llamamos Cantor —dijo—, no sabemos su nombre, pero se la pasa cante y cante todo el día. Tiene Alzheimer y se tuvo que haber perdido en algún lado, lo trajo una mujer que lo encontró en su granja. Le dijo que estaba perdido y que quería volver a su casa...

—¿Cómo puede ser que nadie lo reclamara? —inquirió Azul con el alma rota.

—Puede ser que sea de otra ciudad, aquí todas quedan cerca y a veces los ancianos hacen cosas como subirse a un bus en busca de regresar a su hogar, muchos tienen esa confusión, sobre todo con esta enfermedad —comentó—. ¿Por qué no nos cantas una de tus canciones? —dijo entonces la enfermera.

El hombre le regaló una sonrisa y asintió.

—Nunca nos habla, es tranquilo y siempre está en sus pensamientos. La única respuesta que da es cuando le pedimos que cante —comentó la enfermera.

—Ta... tarara... tatata... Felicidad, Felicita... tata ta —susurró el hombre.

Azul sintió que la sangre se le subía al corazón que comenzó a latir aceleradamente. ¿Podía ser eso posible? El hombre tarareaba la melodía que ella había escuchado tantas veces a esas alturas... ¿Quién más podía saber esa canción?

—Ta.... Felicita —decía él sin que las palabras le respondieran.

Azul se levantó y se acercó a él. Lo tomó de la mano y comenzó a cantar:

Felicidad, Felicita,

No olvides las promesas que nos hicimos ayer.

Felicidad, Felicita,

Te prometo que por siempre yo te he de amar

El hombre la miró a los ojos y sonrió.

—Felicita... ¿has vuelto? —preguntó

La enfermera abrió los ojos con sorpresa.

—¿Sabes la canción?

—Sí, la escribió él para el amor de su vida —dijo con las lágrimas cayendo por sus ojos—. Don Antonio, ¿quiere que lo lleve a ver a Felicita? —inquirió la muchacha.

—Sí, Felicita... —dijo el hombre.

—Espéreme aquí, le prometo que pronto regresaré —dijo Azul.

Salió de allí con toda la emoción que su cuerpo era capaz de alojar y marcó el número de Felipe.

—Azul... yo... —dijo él al atender—. Perdo...

—No, escucha —interrumpió—, esto es importante.

—¿Estás llorando? ¿Qué sucede? —inquirió.

—Estoy en el hogar La esperanza, que queda a dos horas de Albujía, en el pueblo de Lisón. Debes venir, trae a Felicita, encontré a Antonio. ¿Escuchas? ¡Encontré a Antonio! —exclamó y comenzó a dar brincos mientras las enfermeras la veían con curiosidad.

—¿Qué? Justo de eso quería hablarte, encontré a su hija, el hombre se escapó. Nadie sabe dónde está...

—Pues yo lo sé, está aquí... Es él porque cantó la música de Felicita... Deben venir, deben venir cuanto antes... No lo veo nada bien, Felipe, está flaquito y me dijeron que no come nada...

—Estaré allí en unas horas, buscaré a la hija también —dijo él—, pero llegaré a la noche porque estoy en Costa Brava.

—Bien, los espero... Ah, y Felipe —interrumpió ella.

—¿Dime?

—Te perdono por ser tan idiota —añadió antes de cortar.

Felipe sonrió y con la emoción en el pecho llamó a la doctora Marcela para darle la noticia.

Azul, por su parte, contó a las enfermeras que quisieron oír sobre la historia de Antonio y Felicita, y entre tanta tristeza y desolación, las mujeres desearon hacer algo por ese hombre y lo bañaron, peinaron y vistieron de forma especial.

—Don Antonio, va a venir su noviecita, debe estar muy guapo —decía Mila mientras lo peinaba—. ¿La quiere ver?

El hombre estaba de nuevo perdido en su nebulosa, pero a nadie pareció importarle. Arreglaron la habitación y la cama, una de las enfermeras, llamada Mariela, fue en busca de flores del jardín y llenó unos cuantos recipientes con ellas. Uno de los doctores le prestó un saco con una corbata.

Allí estaban todos, a la espera una vieja historia de amor, les devolviera un poco de la magia que a veces la vida le robaba a la gente.

Allí estaban todos, a la espera una vieja historia de amor, les devolviera un poco de la magia que a veces la vida le robaba a la gente

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¡Qué momento!

¡Qué momento!

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Quiero bailarme la vida contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora