Capítulo III.

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Habían pasado un par de días después del primer día de clase, ya era viernes.

¿Sabéis cuándo tenéis un día en el que todo lo que hacéis os sale mal?

Pues para mí era ese día. Me había venido la regla en plena clase y había ido al baño corriendo, tapándome el culo porque tenía una mancha enorme. Y claro, al llegar al baño solté un grito de frustración y justo en la cabina de al lado había una chica que me pasó un tampón, cosa que ayudó bastante. Le agradecí una decena de veces después de eso, y ella sólo asentía completamente avergonzada.

En clase de Historia de la Música, Marcus había decidido volver a ser un grano en el culo después de varios días sin molestar—sí, parece raro pero es verdad—, comenzó a robarme cosas del estuche y a pedirme los apuntes. Le insulté en voz baja y le dije que por qué no prestaba atención por una vez en su miserable vida. Él sólo me miró con el ceño fruncido, apoyó la cabeza en su mano y comenzó a juguetear con un boli.

Algo bueno de aquel día, fue que en la clase de Lenguaje Musical, a una chica que estaba a mi lado se le cayeron todas las partituras y tuvo que recogerlas torpemente, pero yo tuve el valor para ayudarla para que el profesor no se diera cuenta. Comenzamos a hablar y resultó que teníamos muchas cosas en común, se llamaba Leah y tocaba el violín. Lo malo fue que ella había sido la que me había prestado el tampón unas horas atrás. Noté cómo mis orejas ardían y mis mejillas también, me puse roja de la vergüenza.

Después de aquel día largo y de completar todas los recados que tenía por hacer, llegué a casa, planeando mentalmente qué atuendo ponerme para salir a cenar con mis amigos, ya que mis padres decidieron—gracias a Dios— acortar mi castigo. Pero algo me sorprendió; la mesa estaba puesta con seis platos y con la vajilla formal. ¿Qué...?

De pronto, mi madre apareció desde la cocina con el delantal puesto.

—¡Eva! Cariño, no hagas planes. Esta noche vamos a cenar con unos viejos amigos y con su hijo, que es de tu edad...—dijo rápidamente, y comenzó a parlotear como hacía siempre.

—Podríais haber avisado antes—murmuré interrumpiéndola. Me pasé una mano por la cara, y al volver a fijar mi vista en ella, tenía una mueca de desagrado.

—Bueno, ellos llegarán en diez minutos—miró su reloj antiguo—, ve a cambiarte y a arreglarte.

—¿Y papá?

—Oh, él está cambiándose también—se apresuró a decir—¡Vamos! ¡Ve a cambiarte!

Sin poder rechistar, subí a mi cuarto. Puse los brazos en jarras, miré mi armario con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, como si el atuendo perfecto apareciera tan sólo por mirar fijamente la ropa. Después de un rato opté por ponerme una falda negra—que me llegaba más o menos tres dedos por encima de la rodilla—, una camisa blanca metida por debajo de la prenda negra y unos zapatos que había encontrado por ahí. También quise hacerme una coleta alta, que me quedó mejor de lo que esperaba.

Nada más terminar llamaron al timbre, y me apresuré a bajar las escaleras.

—Abre la puerta, cariño—ordenó mi padre, que se estaba alisando alguna que otra arruga de la camisa que llevaba.

Asentí y me ajusté la coleta de nuevo, acto seguido revisé mi vestuario y me aclaré la garganta. Abrí la puerta después de esbozar una sonrisa y me encontré a una pareja de mediana edad vestida muy formalmente; la mujer era un poco más bajita que yo, y llevaba un vestido azul aparentemente nuevo y un collar de perlas; el hombre, lucía un traje de color azul marino que fácilmente se podría confundir con el negro, y una camisa blanca por debajo. Los pantalones eran del mismo color que la chaqueta y me di cuenta del pequeño detalle de que llevaba un reloj viejo, pero que parecía muy caro. La cosa es que me sonaban de algo.

El desorden que provocasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora