Capítulo IX.

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Pasaron unos días desde la fiesta y no había vuelto a ver a mis amigos. Sólo a Marena para devolverle el vestido, pero insistió en que me lo quedara, así que eso hice. Mis padres habían vuelto y la rutina también. Solamente mi padre me habló sobre el viaje, mientras que mi madre me ignoraba categóricamente. Me había encontrado a David —el chico de la fiesta— varias veces por el pasillo, y me dedicaba una sonrisa juguetona y yo solamente ponía los ojos en blanco, con cara de asco.

Ya era casi hora de cenar cuando me encontraba practicando la canción para la prueba del conservatorio. Había estado así durante horas, sin mirar el móvil. Cuando me equivoqué en una nota, solté una palabrota y me tumbé en la cama, agotada. Una sonrisa malévola se formó en mi cara cuando vi la sudadera de Marcus sobre mi almohada. Me la puse torpemente por encima de mi pijama de verano, y no pude evitar olerla.

De pronto, mis padres me llamaron desde la planta de abajo. Descendí por las escaleras rápidamente, y me los encontré de brazos cruzados, serios. Entonces, mi sonrisa se borró al instante.

Oh, oh.

—Eva, los invitados van a venir de un momento a otro. Prepárate—anunció mi madre con una voz monótona.

¿Los invitados? ¿Qué...?

Mi padre pareció ver mi cara de confusión, porque se aclaró la garganta y comenzó a hablar.

—La familia Grady va a volver a venir a cenar.

Espera... ¿la familia qué?

De pronto, el timbre hizo que todos los presentes se quedaran en silencio. Mi padre me hizo unos gestos para que subiera a cambiarme.

Sinceramente, lo único que hice fue ponerme unos pantalones vaqueros y recogerme el pelo en una pinza. También me eché un poco de corrector y brillo de labios. Al bajar las escaleras, mi mirada se centró en las pantuflas de unicornio que llevaba. Volví a subir las escaleras y me puse torpemente mis Vans viejas.

Una vez en el salón, estaba agitada por la carrera que acababa de hacer arriba y abajo. Sonreí y abracé a la pareja casada, acto seguido ayudándolos a sentarse en la mesa muy bien decorada. Mi cabeza daba vueltas, no había parado de correr y andar de aquí para allá desde que mi padre me dijo que me cambiara.

Fui con paso acelerado a dejar a la entrada los abrigos que me había dejado mi madre, pero entonces me choqué con un pecho muy familiar. Las manos de Marcus sujetaron mis hombros, que subían y bajaban por mi respiración agitada. Me fijé en ellas, llevaba algunos anillos.

Por favor, Eva, no te desmayes.

Nerviosa, esquivé el cuerpo del chico y colgué los abrigos en un perchero.

Miré de reojo su atuendo; una sudadera blanca con el logo de Queen por detrás—que fantasía—y unos pantalones formales. También llevaba unas Converse altas y negras. Su pelo parecía más largo que la última cena, e incluso más despeinado.

Me asombra que en la última cena querías lanzarle un panecillo a la cabeza y ahora no paras de mirarlo medio boquiabierta.

No. No sé de qué estás hablando.

—¿A dónde tanta prisa, Rayo McQueen?—bromeó, sorprendido.

—Hace cinco minutos estaba practicando tranquilamente con el piano, y ahora estoy entrando en pánico porque no sabía que tu familia venía a cenar y he tenido que ponerme un atuendo presentable—dije rápidamente, con la respiración pesada.

El chico intentaba reprimir una sonrisa.

—¿Y te has puesto mi sudadera? Qué coincidencia—puso los ojos en blanco, divertido.

El desorden que provocasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora