𝘈𝘶́𝘯 𝘯𝘰 𝘦𝘴 𝘴𝘶 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰

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Caminaba como vago por las calles, mientras pensaba qué hacer para salvar a mi madre y de paso a mi casi insípida vida.
A lo lejos, en una de las avenidas más sólidas vi que venía un anciano andando con su bastón. Él parecía que reflexionaba sobre algo, su mirada recalcaba el cansancio sobre su alma y la preocupación la cargaba con las manos, para cuando llegamos a toparnos le pregunté:

—¿A dónde va a esta hora, señor?

—No sé, a desvanecerme por última vez en esta ciudad, quizá —miró su reloj y luego lanzó un suspiro de desesperanza—. Me queda poco tiempo y tú debes aprender a vivir, sino, también te quedará poco del mismo.

Yo solo pude mirarlo desconcertado y completamente perplejo. Después él carcajeó al notar mi confusión.

—Nos debes la vida a aquellos que te hemos salvado —me sonrió nuevamente, empuñó su fino bastón, dio pasos lentos con gran esfuerzo y continuó su recorrido dejándome sin palabras y con aún más crisis existenciales.

Me pareció raro porque nadie había salvado mi vida, o al menos no entendía a qué se refería. Volteé de reojo para observarlo una vez más y aprecié lo lento que caminaba con su refinado bastón negro que llevaba tallada un ave plateada sobre él; «era viejo y se veía cansado de vivir». Se detuvo en la siguiente esquina y no dejaba de revisar su reloj, además, con un pañuelo se limpiaba el rostro y puedo asegurar que estaba llorando. Él retomó su recorrido llevando el mismo paso y rapidez... fueron segundos en los que ambos ni siquiera logramos percibir que una serie de cabalgatas se aproximaban sin piedad, llevando consigo y en caja de oro a la figura de una virgen y al Cristo en su vitrina. Al pobre no le dio tiempo concluir su destino: los caballos arrasaron con él y su cuerpo anciano, pero ninguno de aquellos creyentes se detuvo a ayudarlo o siquiera a bendecirlo.
Vi cómo la fuerza de los caballos lanzaron al señor muy lejos, poco después se oyó el enorme ruido de su caída y los rechinidos de los caballos que el descontrol del impacto ocasionaron. Quedé en absoluto shock, pero en cuanto pude caer de nuevo a la realidad corrí a auxiliarlo.

—¡Por Dios Santo! —expresé de primer momento al ver lo acontecido, llegué a él y sujeté su mano 

—¿Está usted bien? —hice la pregunta que todo humano en pánico diría, aunque estúpida, a decir verdad—. Voy a pedir por un médico 

Por mi mente rondaba el querer salvarlo, a pesar de saber completamente que sus signos vitales indicaban que le quedaba ese poco tiempo que él había dicho. Intenté buscar con la mirada el lugar más cercano donde hubiese un teléfono para poder hacer una llamada, pero raramente toda la calle estaba en silencio. El anciano tal parecía saber por dónde pasaría esa cabalgata que acabaría con su vida, puesto que incluso estas ya casi no eran usadas más que por la iglesia. Después las acciones de este señor me sorprendían a tal grado qué olvidé marcar o siquiera intentar salvar su vida.
Nuevamente vio su reloj y dedujo todo lo que necesitaba.

—Déjalo, no hagas nada. Para cuando los médicos de este pueblo mediocre lleguen a ayudar a un ateo yo ya habré muerto.

Yo ni siquiera sabía qué decir.

—Debe haber algo en que pueda ayudarle. ¡Aún no es su tiempo, no lo es!

—Iba camino a casa a entregarle esto a mi hija, pero no podré llegar. Llévalo, muchacho, y la vida te sabrá recompensar. Es mi tiempo y ya lo sabía.

—Pero, ¿por qué me lo confía a mí?

—No eres como ellos, eres diferente, muchacho. Mírate, te detuviste a ayudarme sin siquiera conocerme.

—Yo... No, no, debe resistir un poco más. ¡Usted puede, vamos, por su hija!

—Hazla llegar hasta sus manos, por favor. Fue causalidad del destino que me topase contigo —echó el último vistazo a su reloj—. ¡Es hora! Nos vemos hechos polvo, allá en el cielo o en el merecido infierno.

𝐒𝐢𝐫 𝐀𝐭𝐞𝐨 & 𝐒𝐢𝐧 𝐒𝐞𝐧̃𝐨𝐫Donde viven las historias. Descúbrelo ahora