Lara

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Seis y cuarto de la mañana. Madrugada para ella, si le preguntaban.

Odiaba las semanas donde le tocaban esos turnos tan descabellados y ya era parte de su rutina que cada vez que se veía levantándose casi a la par que el sol, se preguntase por qué Isabella no podía dejar de insistir con eso de ofrecerle desayuno a las personas y empezar por el almuerzo. A ella la idea le parecía innovadora y a su cuerpo y su mente también.

Los turnos más cotizados eran esos en los cuales el bar se convertía en una especie de pub, generalmente en fin de semana, donde tocaba alguna que otra banda o solista por las noches. Y ahí sí su cuerpo y su mente vivían en armonía, no sólo porque le gustaba muchísimo la música, descubrir nuevos estilos y grupos, sino porque siempre encontraba a alguien interesante en donde recrearse la vista. Y si eran rubias, mucho mejor.

A sus veintiséis años tenía claro que le gustaban sólo las mujeres. Lo supo desde siempre y nunca le había resultado una carga ni se había enroscado mucho con el tema, porque su vida estaba repleta de cosas más densas de las cuales preocuparse.

Todos los días como parte de su rutina se preguntaba si en algún momento sería capaz de encontrar ese dichoso camino a la aceptación, de poder mirarse al espejo de frente y no de costado, mirarse de verdad, con la cabeza erguida, el pecho hinchado de orgullo y la mirada segura. Pero esa mañana tampoco estaba siendo diferente y su cabeza no evadía un sólo paso de su rutina, manteniéndose firme y estructurada. Seguía sin ver la luz al final del camino, se ofuscaba, odiaba al mundo entero y aprovechaba la oscuridad que la cernía para lamer sus propias heridas.

Si tan solo sus padres estuviesen con ella.

Dejó de pensar en ellos cuando sus ojos se empañaron y la tristeza volvía a carcomerla.

Era insoportable.

A veces vivir sin sus padres era insoportable, sobre todo cuando necesitaba un abrazo y alguien que le dijese que todo estaría bien. Un cliché, sí, pero en ocasiones muy necesario para ella.

Desempañó con una mano el espejo del baño empañado por el vapor de la ducha caliente, tan sólo una franja, lo necesario para ver su mentón y concentrarse en la tarea. Uno, dos, tres, cuatro, cinco; esta vez eran cinco los vellos en el mentón. Después del quinto tirón giró la cabeza de un lado al otro buscando si alguno se le había pasado por alto pero nada, y de manera autómata levantó su ropa por encima del ombligo, agudizó la vista pero sólo pudo encontrar un par más que sufrirían la misma suerte.

Cuando terminó con su rutina se tomó un momento. Necesitaba tan sólo un momento para empezar el día. Se apoyó con las manos sobre el lavabo y agachó la cabeza intentando concentrarse unos segundos, con los ojos cerrados y respirando pausadamente, siendo consciente del aire que entraba y salía de sus pulmones. Con una última exhalación y sin cambiar la postura de su cuerpo, se miró cara a cara en ese espejo que se empeñaba en devolverle siempre la misma imagen. Por mucho que rogara, llorara y pataleara, siempre veía lo mismo. Era bonita, sí, pero no le importaba, porque no alcanzaba con tener una cara bonita si...

«Basta», se dijo en un susurro y gruñó para sí, sin dejar de mirarse. Sus ojos se volvían más verdes cuando se empañaban haciendo un mayor contraste con su abundante pelo castaño, con sutiles ondas y largo hasta su media espalda. Mordió su labio inferior, negó con la cabeza y de un suave envión sobre el lavabo se dispuso a cortar el momento e ir a trabajar.

El departamento que alquilaba era chico pero acogedor, aunque suene a frase trillada. Un rincón con un sofá que daba a un televisor y una biblioteca de madera en melamina negra, llena de libros. El mismo ambiente continuaba con una mesa con cuatro sillas y al costado un ventanal que daba a un pequeño balcón interno. El living-comedor estaba separado de la cocina por un desayunador, su habitación tenía otro balcón con vistas a la calle y un baño. Todo de forma comprimida pero al menos tenía su lugar de descanso separado del resto. Su barrio no era de los lujosos pero tampoco de los peligrosos y estaba cerca de la zona céntrica de la ciudad. Tenía todo lo que precisaba para su tan poca entretenida vida; un parque a unas pocas cuadras para salir a correr, el bar de Isabella y Juan a pocos kilómetros al cual llegaba fácilmente en colectivo y una librería donde solía perderse dentro, hojeando libros que iban desde arquitectura a novelas de suspenso. Y justo al lado de su edificio, una panadería con algunas mesas donde servían el mejor café de la ciudad, y que nadie se lo discuta. Había probado decenas, de todo tipo y textura. Arábica, robusta y combinados y si algo tenía era paladar para distinguir un buen café. Nunca faltaban en su pequeño departamento esos deliciosos granos.

De lo que antes era | YA A LA VENTA FISICO/EBOOKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora