Terapias

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Estaba boca arriba, con el brazo izquierdo doblado y apoyado en la almohada por encima de su cabeza, mientras que el otro descansaba sobre el abdomen. Su pierna izquierda doblada en una perfecta «V» y la derecha completamente estirada, cruzando la cama de forma diagonal. Todo muy cómodo, por supuesto. La boca levemente abierta emitiendo un bajo ronquido que, desde su punto de vista, no era roncar sino respirar con actitud, aunque Isabella pensara lo contrario.

Eran las nueve y media de la mañana cuando el despertador sonó.

—¡Mierda!— se quejó cuando intentó mover el brazo para apagar la alarma. Lo tenía completamente adormecido y parecía no responder a las acciones que su cerebro le enviaba así que lo dejó sonar mientras se estiraba y volvía a quejarse, esta vez porque la rodilla le sonó feo y estaba casi segura de que había perdido una pierna.

—Dios...— murmuró, mientras intentaba abrir los ojos y a su vez preguntarse por qué dormía siempre de formas tan complicadas. Al menos no amanecía a las seis de la mañana. Isabella había cambiado todas las asignaciones de los horarios del mes y esa semana le tocaba trabajar en el turno tarde-noche, con Lucrecia.

Sospechoso.

Sobre todo cuando después de escuchar los cambios la miró inquisitivamente, cruzada de brazos, a modo de «¿en serio?» e Isabella no hizo otra cosa más que devolverle la mirada, con la ceja izquierda levantada y responderle con un «¿qué?» altanero y amenazador.

Seguía pensando que todo era muy sospechoso pero levantarse a una hora decente la ponía de buen humor, así que iba a declararla inocente hasta que se demostrase lo contrario, al fin y al cabo era su amiga y le tenía un poco de aprecio como para condenarla sin más.

Se levantó como pudo y así descalza se fue al baño. Ya empezaba el clima primaveral y lo adoraba. Le encantaban las tardes templadas y las noches más frescas. Dormir sin pasar ni frío ni calor y no despertar helada o toda transpirada. ¿Por qué no podía ser el año entero así? Preguntas existenciales, pero a lo mejor el motivo era tan sencillo como que no vivía en un país tropical sino en Argentina.

Salió del baño y caminó a paso lento hacia la cocina, rascándose la cabeza mientras bostezaba y con los ojos abiertos en una ínfima línea, permitiéndole ver lo justo y necesario.

—¡Antoni!— esperó el comienzo de la rutina que su gato repetía todas las mañanas como si fuese la primera vez. Sintió unos pequeños pasitos sobre el piso de madera y unos maullidos perezosos, apostaba que estaría tan dormido como ella.

Antoni llegó a su posición y se tiró como bolsa de papas en el piso, panza arriba, esperando que lo rascaran en toda su longitud unas cinco o seis veces, que era prácticamente el promedio de tolerancia que tenía. Si después de eso no eras capaz de entender las señales que te daba en forma de «basta», seguramente te llevabas de regalo algún arañazo. Gato traicionero.

Cuando las caricias en el piso terminaban era el momento de alzarlo como a un bebé recién nacido, también panza arriba, y rascarle la cabecita mientras lo saludaba con un «buen día» y le daba un par de besos en sus patitas delanteras, porque había que aprovechar los pocos momentos que se dejaba, y ese era uno de ellos. El otro, cuando lo encontraba dormido y le plantaba unos tantos sin que Antoni tuviera tiempo a reaccionar.

La imagen de ella, vestida con un pijama que consistía en un pantalón corto en color azul con pequeñas siluetas negras de gatitos, y una remera blanca con una silueta grande en negro de... otro gatito, más Antoni en sus brazos ronroneando, era todo muy redundante y sobraban gatos por todos lados.

Decidió cortar con el dulce momento, porque además su cuerpo le pedía cafeína desesperadamente y quería desayunar, ir al gimnasio un rato, darse una ducha y almorzar con su abuela. Hacía varios días que no pasaba por su casa y charlar con ella era lo más parecido a una terapia.

De lo que antes era | YA A LA VENTA FISICO/EBOOKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora