4. Ojos en todos lados

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Hago el camino a casa en silencio. La soledad me ayuda un poco a procesar lo que acaba de pasar en los vestuarios del club. Y digo un poco porque sigo sin ser capaz de entenderlo.

He de admitir que el italiano —cuyo nombre aún desconozco, manda cojones— no ha dado señales de ser muy amistoso en ningún momento. Entró y se limitó a escuchar y hacer lo que Jolyne decía, ni siquiera reparó en sus compañeros. No sonrió, no compartió palabras con los demás presentes, no hizo nada excepto nadar.

De acuerdo, existen personas más abiertas y sociales, y luego otras que son más retraídas y serias. No digo que esté mal. Pero ¿cómo se supone que vas a pertenecer a un club de natación sin hacer migas con nadie? El club es como mi segunda casa y mis compañeros parte de mi familia. Jamás podría acudir a las clases actuando como si nadie excepto la entrenadora existiera.

En mi cabeza sueno como si estuviera resentido, pero no es así. Solo me molesta la manera en la que me habló. Pero no pasa nada, me digo a mí mismo. El chaval estaría hasta los huevos de cualquier movida personal y lo pagó conmigo. Mañana será otro día. Seguro que podemos empezar de nuevo. Si se le da tan bien el estilo mariposa como dice me conviene tenerlo cerca y no precisamente como enemigo. Quizás puedo intentar incluirlo en el grupo con los gemelos y los demás. En los grupos de amigos siempre hay un amargado y a él le vendría la mar de bien el papel.

Llego a casa aún sumido en mis pensamientos. Abro la verja, la cierro detrás de mí y avanzo por el camino de piedras a través del jardín. Debo estar más distraído de lo normal, pues ni siquiera me percato de la presencia de Jackson hasta que está encima de mí y babeándome la sudadera. Suerte que estoy a una distancia prudencial de la piscina, o de lo contrario me habría tirado con su fuerza bruta.

—Ey, ¿qué tal estás, grandote?

El husky siberiano se deja acariciar un par de veces más y sale corriendo en cuanto otra persona lo llama desde la casa. Recorro lo poco que me queda hasta llegar al porche. Mi hermana, sentada en la hamaca de la esquina y disfrutando de las últimas horas de sol del día, ni siquiera levanta la vista del libro que tiene entre las manos. El título dice "Brujas a lo largo de la historia: por qué Maléfica era la heroína del cuento". Frunzo el ceño.

—Esas historias te van a quemar el cerebro.

Mel alza las cejas, pero no abandona la tarea de leer.

—Mejor, así ya estaremos al mismo nivel.

Pongo los ojos en blanco a pesar de que no me presta ni la más mínima atención y entro a casa. Hay un par de cosas que aprecio de esta vivienda desde que nos mudamos hace unos años: la claridad y el espacio. Soy nadador, me desenvuelvo en el agua, y una de las razones por las que me gusta es la libertad que me da. No soporto los espacios pequeños, tengo claustrofobia. Necesito espacio, tanto caminando como nadando. Poder moverme a mi antojo es algo fundamental en mi vida.

Aunque, como casi todo en este mundo, las cosas buenas tienen su lado negativo también. De tan grande que es la casa me cuesta encontrar a mi madre. Sé que está por algún lado de la planta baja ya que Jackson ha ido derechito en su búsqueda, pero el canino es mucho más rápido que yo. La encuentro al fin en la cocina, absorta en unos diseños desparramados por la encimera. El perro descansa en una de las múltiples camas que hay por la casa.

—¿No es este lugar poco profesional para trabajar?

Mamá repara en mi presencia y se quita las gafas para ver de cerca mientras se encoge de hombros.

—Tú te haces batidos con contenido cuestionable y tu hermana esos sándwiches tan raros, así que no soy la primera en desatar la imaginación aquí. Además, la cocina tiene algo que me inspira.

A flote [Libro 1 ✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora