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Viví 15 años en la montaña y no había nada cálido que pudiera recordar de ella

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Viví 15 años en la montaña y no había nada cálido que pudiera recordar de ella. 

La montaña por si misma era fría. 

Fría, como se ha descrito el infierno. Si acaso era la naturaleza de la roca negra que la conformaba o la magia que la protegía lo que la hacía un congelador gigante, nadie lo sabía.

La mayor parte del año estaba cubierta de niebla y lo pocos rayos que llegaban a colarse no podían ingresar a la casa, eran tragados por las negras rocas de la montaña. Tan oscura, tan antigua y tan muerta. 

Pocas cosas crecían allá arriba y los únicos árboles que lograban elevarse por sobre el suelo rocoso eran los que rodeaban la casa en una especie de segunda barrera. Aunque, en realidad, estos habían crecido por obra de una antigua magia y estaban allí desde antes de la generación del padre del padre de mi bisabuelo.

La casa...bueno, la casa era otra cuestión. Construida con la misma roca negra de la montaña, fue erigida como un acogedor hogar. Aunque de acogedor no tenía nada, al menos no para mí. La habían localizado en la cara que daba al sur, en una ladera lo suficientemente plana como para construir. Con lo años, más que una casa se había convertido en un fuerte. La formaban tres patios, dos comedores y varias alas comunes. La casa principal era la nuestra.

Mi madre se la pasaba tejiendo junto a la chimenea del salón de estar. Era la habitación más caliente de la casa y la única que conectaba con el patio y las barracas, dónde dormían los cazadores que no eran un Coralillo.

Mi madre usualmente se sentaba orientada hacia la ventana, con vistas a los árboles del jardín delantero. Algunas veces la acompañaba Sihuca, de entonces 10 años, ensimismado en la lectura de ese día. Sin duda, siempre era acompañada de Tonalli, de 7 años, acurrucado junto ella y probablemente dormido, ya que a su corta edad estaba libre aún de muchas responsabilidades. Los tres se veían a gusto y calentitos cuando entré temblando al salón.

Tenías las puntas de los dedos adoloridas por el frio y el trabajo de fregar los pasillos que se me había impuesto como castigo por hablar durante el desayuno. Las rodillas también me dolían, pero eran mis dedos los que sufrían por el frio y el dolor que este ocasionaba.  

Mi madre ni siquiera se molestó en reconocer mi presencia. Hacía poco que había descubierto que mi madre no me quería. Me sentía estúpida al darme cuenta de que me había llevado quince años darme cuenta. 

Me adentré en el salón y crucé el comedor hacía la cocina. Esme, la anciana cocinera, estaba preparando un champurrado y el olor dulzón me atrajo sin mucho esfuerzo. Sihuca se levantó de golpe, dejó su libro a un lado y vino corriendo conmigo. Al vernos entrar en la cocinos, Esme nos dedicó una sonrisa y puso un plato con tamales de dulce sobre la mesa. Era un día bueno, me dije, padre no estaba y mi hermano mayor Zolin hijo tampoco. Esa mañana habían salido a una misión urgente y para mi fortuna mi madre me despreciaba lo suficiente como para ignorarme. 

El Clan De Las Mariposas. #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora