Uno

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No me queda mucho tiempo de vida. Tres o cuatro meses como mucho. Quizá cinco.

Llevo enfermo desde hace cuatro años, y tres bajo estricta medicación. Desde el momento en el que empecé a causar inconvenientes y a ser una carga para los demás, mis padres me dieron la espalda y me echaron de casa, por lo que tuve que empezar a buscarme la vida y a ganarme el pan ya a temprana edad. Dejaron de saber nada de mí y yo de ellos, y todo sigue igual a día de hoy. Era peor que si hubieran muerto. Como si hubieran desaparecido.

Estuve internado en un psiquiátrico durante más de dos meses hasta que me dieron el alta, hará medio año. Ahí aguardé encerrado en la misma habitación de un edificio del que hasta ese momento jamás me había percatado durante veintidós horas al día, cada día, durante meses. Al entrar, tuve que dejar fuera todo lo que conocía. Perdí la identidad. Ya no era Maksim Zakharov, sino un simple paciente, enfermo y perturbado. Pasé las Navidades ahí dentro, solo, rodeado de perturbados. Las pequeñas reuniones que se organizaban en los comedores del centro no eran suficientes para levantarnos el ánimo a ninguno, y mucho menos para que olvidásemos lo triste que era aquello, lo miserable que era nuestra situación, lo desgraciados que éramos todos y en la tragedia en la que habíamos sucumbido a nuestra temprana edad. Era una situación de lo más lamentable.

Antes de ingresar seguía pensando que mi situación mejoraría, que mi internamiento me ayudaría y que el medicamento acabaría por mitigar totalmente la enfermedad. Pero no fue así. Era una dolencia crónica con la que debería lidiar cada día de mi vida hasta mi muerte.

Dentro de mi habitación, mi único pasatiempo era dormir y soñar con otra vida que no fuera la mía. Iba todo el día hasta el culo de pastillas. No era consciente de lo que hacía ni de lo que veía. Apenas soy capad de recordar algo. Aquello fue como un sueño, largo y espeso, sin demasiada sustancia pero con un fuerte sabor amargo.

Cuando pienso en esos días, insípidos y melancólicos, me vienen a la mente tan sólo imágenes, no recuerdos. Me veo a mí mismo mirando por la ventana, contemplando la eterna oscuridad invernal del día y la noche, viendo a la gente pasar, siguiendo con sus vidas, celebrando las fiestas por las calles nevadas y desoladas. Ahí dentro no podía abrir las ventanas y tomar el aire; sentir en mi fina y pálida piel el viento polar que azotaba la pequeña ciudad. Tampoco tenía televisor ni nada que tuviera cuerdas o cordones. La mampara de la ducha era transparente y no tenía puerta, el espejo era de plástico, las puertas no se cerraban, tenía un botón de emergencia junto a la cama y una cámara de seguridad me vigilaba las veinticuatro horas del día.

Por la noche oía susurros, murmullos, gritos y golpes en las paredes. Me habrían impedido dormir si no fuera porque también tomaba somníferos a causa del insomnio. Por la mañana y durante el día, todos los internados hacíamos como si nada hubiera ocurrido, mostrando nuestras caras de funeral a cada uno que pasaba por nuestro lado, pero sin llegar a pelearnos. Seguramente la alta carga de medicamentos que llevábamos todos encima —y más aún los que peor estaban— nos sumía en un estado de pasividad algo macabra. Éramos muertos vivientes.

En ese sitio había gente de todo tipo y de todas las edades, algunos incluso habiéndose criado entre esas cuatro paredes desde bien pequeños, sin saber nada del resto del mundo. Parecían haber sido marcados antes de nacer por el castigo eterno. Eran responsables de una pesada carga que ni siquiera comprendían desde tiempos en los que apenas eran conscientes de existir. Otros, en cambio, habíamos podido experimentar otra vida en tiempos pasados, otro tipo de existencia y de ser antes de todo aquello. Sufrimos un cambio radical, unos esporádico y repentino y otros gradual y progresivo. Tuvimos que ver con nuestros propios ojos cómo nuestra imagen en el espejo se distorsionaba con el paso de los días; cómo un extraño usurpaba nuestro cuerpo y la persona anterior quedaba en el olvido; cómo todo lo que conocíamos poco a poco iba perdiendo su color y cómo el agujero de nuestro interior se iba ensanchando cada vez más. Nuestro mayor dolor era recordar la felicidad en tiempos de miseria.

Confesiones desde el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora