Siete

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Llevaba ya más de veinte minutos en aquel despacho. Karina había dado comienzo a la sesión con sus mismas preguntas de siempre. Qué había sucedido en los últimos días, cómo me había sentido y en qué había estado pensando. A medida que ella iba viendo que mi vida se basaba, día tras día, en la misma rutina de siempre y que nunca acontecía nada nuevo ni digno de comentar, recortaba sus preguntas y eliminaba las menos importantes hasta dejar un comienzo en nuestras sesiones algo frío y amargo.

Yo me limitaba a responder con la mayor brevedad posible. Aquel día había evitado por todos los medios hablar o siquiera mencionar lo sucedido esa misma noche, durante el trabajo. De haberle confesado que había padecido de una alucinación tan extrema como lo fue aquella, tan descomunal y tan real, me habría mandado a internarme de nuevo. Quizá incluso me habrían acabado ahorcando en la plaza de la ciudad, a ojos de todos, por enfermo y perturbado, enviado de Satán. Y, ya que en ese momento me quedaban pocas semanas de vida, por lo menos quería pasarlas de la forma más libre posible. En la libertad que la soledad me brindaba. Era gracioso: nadie me despertaba por las mañanas; nadie me esperaba por las noches; nadie interfería en mi vida; podía hacer lo que yo quisiera; unos lo llaman soledad, otros libertad.

A veces, cuando estaba ahí sentado y durante las breves pausas que había entre mi respuesta y la siguiente pregunta o algún comentario, pensaba en el trabajo de Karina y en todo lo que suponía. Aquella continua y persistente labor por preguntar, indagar, conocer los oscuros secretos de sus pacientes y dejar que éstos comprendieran sus temores y así poder mitigarlos me aterraba en cierto sentido. Su trabajo me parecía de lo más cínico. Ganarse la vida a costa de los problemas de auténticos trastornados me resultaba, como mínimo, frívolo. Al final del día, Karina, al igual que el resto de terapeutas y otros profesionales de su oficio, abandonaba su despacho con la cartera bien llena, iba a su casa, seguía con su vida privada y ahí se olvidaba de todo. Dejaba la vida de los demás para poder vivir la suya propia, la que realmente le pertenecía y a la única a la que se aferraba realmente. Afuera de la clínica, Karina se mostraba tal y como era; la persona real tras esa bata blanca e impoluta. Se olvidaba por completo de los problemas y tragedias de sus pacientes que día tras día escuchaba con fingido interés y volvía a prestar atención a lo sí le concernía de verdad. Porque aquellos problemas y aquellas tragedias no eran suyas, no le pertenecían en absoluto, no le incumbían ni lo más mínimo, no le afectaban en su vida diaria. A Karina apenas le importaba nada de aquello, y si no fuera porque durante sus sesiones apuntaba lo esencial en su ordenador o en una libreta, a los pocos días ni siquiera recordaría nada de lo que le habían contado. Construía su propio techo y se acomodaba en la despreocupada abundancia a costa de las lágrimas de dolor y de desesperación de jóvenes perturbados, sin arrepentimiento ni culpa. Pero aquello no terminaría mientras los enfermos de su propios tormentos siguieran acudiendo a esas terapias y pretendiendo que sus problemas no sólo eran escuchados y atendidos, sino también valorados. Seguirían viviendo encerrados en una burbuja de mentiras y falsedades, paliando su dolencia con supersticiones baratas de lo más sensacionalistas y pretenciosas, sin nunca atreverse a acabar de una vez con su padecimiento por su propio pie o encontrar una ayuda que de verdad les sirviera de algo, o por lo menos que fuera realmente digna.

Tampoco sé si Karina hacía bien su trabajo. Estaba claro que de poco me servía toda esa palabrería. Pero siempre acababa preguntándome si otras personas habían logrado recuperarse de su trastorno o, por lo menos, llegaron a paliarlo. Según las propias palabras de Karina, ella había presenciado durante su corta carrera cómo decenas de pacientes, tras un largo y arduo trabajo, habían mitigado sus dolencias más profundas hasta volver a ser la persona que eran antes, antes de todo. Pero yo nunca llegaba a creérmelo. Me resultaba difícil de creer. Volver a encontrar la luz tras años de oscuridad no me parecía una labor tan fácil de lograr. No solía confiar demasiado en la gente, y mucho menos en la que su propia subsistencia dependía de que lo que decían fuera realmente así, una verdad, un hecho. En la misma clínica acudían otras personas, algunas de mi edad, otras más jóvenes y también mayores, pero sobre todo jóvenes. Adolescentes y veinteañeros solían ocupar la pequeña y humilde sala de espera cada día, uno tras otro. Al verlos ahí sentados en cuanto salía del despacho de Karina y enseguida abandonaba el edificio sin querer cruzarme con nadie, me preguntaba qué les traía hasta ahí, cuanto de cierto había en su supuesto trastorno, si también compartirían mis dudas y padecimientos y si habían logrado mejorar su estado tras todo ese tiempo de persistir y luchar. Me encontraba solo en la propia soledad. Pensé que ese era el nivel más bajo al que un ser humano puede llegar.

Confesiones desde el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora