Diez

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Aguardaba sentado en la sala de espera. Estaba solo, pero hasta ese momento había estado rodeado de chicas, adolescentes, todas más jóvenes que yo. No había ni un sólo varón ahí dentro salvo yo. Todas estaban con su teléfono, absortas, con la cabeza gacha, sin decir una sola palabra ni hablar entre ellas, agitando sus piernas constantemente como si estuvieran nerviosas. Nos asfixiaba un pesado silencio. Tan sólo se oía el constante tecleo de la secretaria, las agujas del reloj que colgaba de la pared y la débil respiración de las chicas. Una de las luces blancas del techo parpadeaba una y otra vez.

A medida que el tiempo pasaba, la pequeña sala se iba vaciando en silencio, hasta el punto de quedarme a totalmente solas. A cada rato salía una chica de alguno de los tres despachos que había en ese edificio, se despedía de su terapeuta y éste llamaba a su siguiente paciente para que pasara. Así una y otra vez durante treinta minutos.

Por razones de las que no llego a acordarme, Karina se vio obligada a cambiarme la hora de la sesión a las siete de la tarde —la última hora—. Tuvo que acudir expresamente a mi casa a la mañana de ese mismo día para decírmelo. Ella también me preguntó por qué no tenía un teléfono, y yo tan sólo me limité a encogerme de hombros. Por lo menos su casa no está muy lejos de la mía. Pensé en no acudir aquel día a nuestra sesión, pero al final cedí sin ningún motivo aparente. Me presenté ahí algo más de media hora antes.

Esperando a que tocara mi turno para entrar de una vez en el despacho, cuando la sala de espera aún estaba llena, me puse a observar a mi alrededor. Hacía ya largo rato que unas luces extrañas en las esquinas del techo me llamaban la atención. Eran como esferas de colores, pequeñas y móviles. Revoloteaban en el mismo espacio, fusionándose entre ellas. Me sentí algo orgulloso de ser el único que las podía ver. Estuve unos minutos observándolas, abstraído. Pude entretenerme un rato con mis propias alucinaciones.

Entonces me di cuenta de que entre todas aquellas adolescentes que estaban ahí sentadas, había una que me resultaba familiar, que conocía, por lo menos de vista. La miré durante unos segundos. Era una de las amigas de Yuliya, la novia de Artyom. Llevaba su ropa de siempre, oscura y tétrica. Portaba unos guantes de rejilla que le llegaban hasta los codos para ocultarse —sin demasiado éxito— los cortes que solía hacerse con un cúter cuando se encerraba en su habitación. Pareció no verme, y si me vio y me conoció, pasó de mí, como yo de ella.

Ya habiendo pasado más de cuarenta minutos y encontrándome solo en esa sala, apareció la última chica volteando la esquina del pasillo. Desde atrás la seguía Karina. Ambas se despidieron. La chica salió por la puerta y abandonó el edificio. Karina me hizo una seña desde la esquina. Me levanté y la seguí. Entramos en el despacho. Cerré la puerta y me dejé caer en la silla.

Empezó con sus preguntas introductorias de siempre. Me preguntó cómo estaba y qué había hecho desde la última vez que nos vimos. No le hablé de lo ocurrido el día anterior al no "poder" nombrar aquel extraño club de peleas y tampoco verme "obligado" a contarle de qué desagradable forma acabó todo.

—Bien, en la última sesión que tuvimos tú y yo, me comentaste que habías estado perdiendo el interés en las cosas, que poco a poco volvías a no sentir nada. Por lo que he decidido reservar este rato para que indaguemos juntos en ello, como ya te dije. ¿Qué te parece si te hago unas cuantas preguntas muy simples para que vaya viendo cómo estás?

Acepté. No tenía otra opción.

Comenzó a preguntarme cosas muy corrientes y sobre todo tipo de temas, muy banales, como qué me despertaba la ilusión cada día, si había algo que deseaba hacer nada más llegar del trabajo, qué solía escribir en mi diario, de qué hablaba con mis amigos, que solía hacer con ellos o qué me despertaba un mayor interés en mi día a día. Incluso llegó a preguntarme si me gustaban los animales y si había pensado en adoptar una mascota, como un perro o un gato. Tras cada respuesta que le daba, su rostro iba cambiando poco a poco, volviéndose más apagado, más hosco, mostrando cierta preocupación. Nada más entrar por aquella puerta, me había dispuesto a contarle la verdad —o por lo menos gran parte de ella— ya por el simple hecho de haber decidido ir hasta ahí.

Confesiones desde el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora