Cuatro

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Entré al trabajo a la una y media de la madrugada. Enseñé mi identificación, ingresé en el vertedero y caminé hasta los vestuarios. Ahí dejé mis llaves y mi pertenencias. Hacía ya tiempo que no me cambiaba de ropa una vez ahí, por lo que siempre iba y venía con el mono ya puesto. Me reuní con Sergey y salimos poco después de que se hicieran las dos. Abandonamos el vertedero y fuimos directos a la ciudad. Casi siempre seguíamos la misma ruta.

Solía llegar mucho antes de que empezara mi jornada, y el motivo no era otro que el maldito insomnio. No podía dormir en todo el día, y mucho menos por las noches, por lo que me importaba más bien poco a qué hora salía de casa y llegaba al vertedero. No mantenía demasiado orden en mi vida. Era una rutina de lo más monótona, caótica, desordenada y a la vez inmutable.

No tenía coche, por lo que siempre iba hasta el trabajo en autobús. Ahí me encontraba cada noche con las mismas personas. Todos nos conocíamos de vista y, sin embargo, nunca nos saludábamos. Manteníamos una actitud casi de incógnito. El chófer me dejó de saludar y de dar las buenas noches en cuanto vio que nunca le devolvía el saludo.

De camino al vertedero, durante la madrugada, compartía espacio con un viejo decrépito que siempre llevaba un gorro puesto, una mujer de mediana edad con un turbante en la cabeza y un hombre adulto con expresión huraña que parecía odiarse a sí mismo y a todo el mundo. Yo siempre cruzaba el estrecho pasillo y me sentaba al fondo, justo en la esquina, y me ponía a contemplar el oscuro y melancólico paisaje por la ventana. Las anaranjadas luces de las farolas me teñían el rostro cada vez que pasábamos por una. A medida que nos alejábamos de la ciudad, todo se volvía más sombrío y lúgubre. Las carreteras de las afueras eran largas y monótonas, completamente desoladas. Ni un sólo alma habitaba por ahí. A cada rato me ponía a observar a los otros pasajeros. Me conocía sus asientos y sus paradas, sus gestos y sus tics, aunque nunca supe nada de sus vidas ni qué hacían en un maldito autobús a esas horas, cuando toda la ciudad estaba durmiendo desde hacía ya horas.

Extrañamente, esa misma noche había alguien más en el autobús, un inquilino, alguien que no tenía que estar ahí. Cerca de la puerta, a mitad del vagón, se sentaba una pareja de adolescentes, juntos, acurrucados y abrazados, como si tuvieran frío o sintieran lástima. Creo que estaban durmiendo cuando entré en el autobús. Les miré discretamente al pasar por su lado, y al sentarme fui incapaz de quitarles los ojos de encima. Por algún motivo, no pude evitar seguir observándoles. Desde mi asiento se asomaba la cabeza de ambos, apoyadas una con la otra. Parecía que se querían. Entonces me pregunté si formaban pareja porque se amaban o por simple compromiso con los demás y con el otro, porque era lo que había y lo que se hacía en esa época. Echarse una novia, dejar de verte con tus amigos y romper a los pocos meses. Me extrañó que el resto de pasajeros no les echaran ni una simple mirada.

Era martes, por lo que dudé de que vinieran de alguna fiesta. Pero de ser así tampoco habría sido muy extraño. Por cómo vestían y el extraño aura que desprendían, no demostraban tener demasiada autoestima, que digamos. Quizá llevaban tres días seguidos de fiesta, desde la noche del viernes —lo cual no era nada raro entre la juventud de Murmansk—, y ya estaban prácticamente para enterrar. Aunque al cabo de un rato caí en la cuenta de que coger aquel autobús no iba a hacer otra cosa que alejarlos aún más de su casa. La ruta que siempre seguía era por las afueras, llegar cerca del vertedero y luego dar la vuelta. Quizá iban hasta arriba de alcohol y otras cosas y ni siquiera se habían dado cuenta de que se habían equivocado de número de autobús. Habrían debido de entrar en el primero que vieron, seguros de que les llevaría directos a su casa, y se habrían dejado caer en el asiento, rendidos, casi moribundos. De ser así, su situación resultaba bastante lamentable, aunque no mucho más que la mía. Me disponía a mirarlos con impasibilidad desde el fondo del pasillo mientras soñaba con una vida idílica al lado de alguien que me abrazara como esa chica abrazaba a su novio y que me quisiera al igual que yo la querría a ella. Había llegado a un punto en el que tenía que imaginarme una vida para poder vivir.

Confesiones desde el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora