—¿Qué tal, Maksim? ¿Cómo estás? Me gusta tu nuevo look. Anda, pasa. Siéntate. ¿Cómo ha ido el día?
Karina cerró la puerta tras de mí y rodeó el escritorio. Me encogí de hombros. Acababa de sentarme, y si no fuera por lo cómoda que siempre resultaba aquella silla, habría deseado irme ya. Al salir por esa puerta y terminar con la sesión, nunca quería volver y, sin embargo, siempre lo acababa haciendo.
—¿Has vuelto a trabajar esta noche?
Asentí con la cabeza. Aún no la había mirado a la cara desde que había entrado en su pequeño despacho.
—¿La medicación no te hace efecto? —me preguntó con curiosidad—. ¿O es que sigue habiendo algo que te inquieta siempre que intentas dormir?
Me quedé un rato pensando, indeciso de qué mentira soltar esta vez.
—Soy una persona nocturna. Me gusta más la noche. Prefiero trabajar tarde.
Eso era todo. Karina asintió con la cabeza, receptiva, conforme.
—Me alegro de que sigas trabajando. Eso es bueno. Te mantiene ocupado, haces un bien para los demás y ganas tu dinero. ¿A ti te alegra, Maksim?
La miré. "Alegrarme". Era absurdo. Quería matarla, pero no podía. Apenas tenía fuerzas para subir las escaleras de mi casa. Y, además, debía seguir actuando como si me encontrara mal —por eso seguía acudiendo a su consulta—, pero no tanto como realmente lo estaba.
—Sí —respondí. No logré oírme a mí mismo, lo dije en voz muy baja, pero de alguna forma ella me entendió.
—Bien, bien —Empezó a apartar algunos papeles de su escritorio que ya habían sido apartados en cuanto entré, sólo para que aquel breve silencio no resultara más incómodo de lo que ya era—. ¿Has traído el cuaderno? —me preguntó.
Bajé la cabeza, como si aquello me avergonzara.
—No.
—¿Pero has escrito algo?
—Sí.
Volví a mentir. Fingir ya se había convertido en mi nuevo trabajo a jornada completa, y no sentía ningún tipo de remordimiento por ello.
Ni siquiera sabía dónde estaba ese dichoso cuaderno. Llevaba sin escribir en él como dos o tres semanas. Creía que no me servía de nada escribir lo que sentía y remarcar en él lo "positivo" de mi vida. Había perdido tanto el interés que había acabado por no saber dónde estaba el cuaderno.
—Bien, muy bien. ¿Y qué has escrito?
—Sobre el trabajo. He escrito sobre el trabajo.
Hablaba muy despacio, incluso con dificultad. Llevaba como diez o doce horas sin abrir la boca, y la enfermedad me estaba matando. Cada día que pasaba, se me hacía más difícil vivir. Me pudría. Muy poco a poco, progresivamente, pero lo estaba haciendo.
—¿Y de qué exactamente?
De nuevo, me encogí de hombros.
—De lo especial que es —respondí al rato—. Es... diferente. Se siente extraño agarrarte a la parte trasera del camión e ir recorriendo la ciudad por la noche, sin ver a nadie por las calles, trabajando a mi ritmo, pasando por cada contenedor que hay para recoger la basura. Es diferente de lo que la mayoría de gente piensa que es el trabajo de un basurero. Sientes una especie de libertad, además de una extraña sensación de irrealidad.
Karina afirmaba con la cabeza a la vez que yo hablaba con la mirada perdida en el suelo tapizado del despacho. Aquello me hacía sentir escuchado. Quizá por eso seguía yendo a su consulta, aunque nunca he llegado a comprenderlo del todo.
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Confesiones desde el infierno
General FictionMaksim Zakharov es un joven de veintidós años que reside en Múrmansk, una pequeña ciudad al norte de Rusia azotada por el mal clima y el pesar característico de las ciudades soviéticas. Padeciendo una severa depresión que le lleva al extremo y domin...