Minutos después de finalizar la pelea, abandonamos todos aquel asqueroso tugurio y caminamos hasta el río. Era una tradición del club celebrar el encuentro tras el combate. Vadim pensó que sería buena idea ir con ellos, por lo que les seguimos el paso. Artyom le preguntó casi en susurros si aquello no era demasiado extravagante para un club tan secreto como lo era ese; si una fiesta multitudinaria como aquella no iba a delatar al propio club. Pero Vadim le aseguró que era todo lo contrario. Treinta hombres juntos, bebiendo y festejando al lado de un río, era demasiado extravagante como para crear sospechas entre los pocos que vivían por ahí. Y la verdad es que tenía bastante sentido. Pensé que incluso aunque algún vecino hubiera llegado a presenciar la pelea del sótano de aquella casa abandonada, tampoco habría tenido la intención de hacérselo saber a nadie ni decir nada.
La lluvia había atenuado. Las calles sin pavimentar estaban sucias y encharcadas. El frío yermaba el pequeño asentamiento. A los pocos minutos llegamos al río. Bajamos por la hierba hasta acercarnos a la orilla. La gente fue dispersándose por el pequeño descampado. Los árboles rodeaban el lugar. El sol se escondía tras las montañas. La niebla volvía a aparecer y un ligero tinte azulado y frío teñía el cielo. Al otro lado del río, entre los árboles ocres de la diminuta montaña y las altas antenas de electricidad, había un tren, rojo y plateado, abandonado en medio de las viejas vías.
Vadim, Artyom, Fedor y yo nos sentamos en el suelo, algo apartados del resto, y charlamos durante unos minutos. Vadim no podía hablar de otra cosa que no fuera la pelea. Había despertado dentro de él algo poderoso, entusiasta, intenso. Incluso llegó a asegurar que quería entrenarse y participar en el siguiente torneo. Estaba eufórico. No paraba de hacer aspavientos y lanzar golpes al aire como un demente, simulando que se golpeaba con alguien. Pero Artyom le dijo que aquello era una tontería. <<Míranos —dijo—. ¿Es que has olvidado de dónde venimos, dónde vives, quién eres? No vas a ir a ninguna parte, y mucho menos a pelearte con unos locos en lugares extraños>>. Y resultaba gracioso, porque Artyom insistía siempre en que acabaría yendo a vivir a Moscú y sería bombero, aunque nunca le creyéramos. Pero tenía razón. Ninguno de nosotros estaba preparado —o por lo menos aún— para salir de Múrmansk y rehacer su vida por completo, y mucho menos para ir por ahí dando y recibiendo palizas. Estábamos atrapados, quizá incluso para siempre, y era algo que debíamos aceptar.
Al cabo de un rato volvimos a reunirnos con algunos de los que habían acudido al combate. Había pequeños grupos esparcidos por la orilla del río. Algunos habían hecho fuego en barriles oxidados o en el suelo, y se postraban todos juntos a las llamas para beber y fumar. Las llamas refulgían en el reflejo del río y las sombras danzaban sobre la hierba. El vaho que salía despedido de nuestras bocas centelleaba en la noche como un espíritu errante.
A pesar de su aspecto turbio y de tipos duros, la mayoría de los que se encontraban por ahí eran hombres simpáticos y amables. Parecían estar sumidos en la habitual frialdad y profunda sequedad que nos caracteriza a todos, pero también había algún que otro excéntrico desquiciado que gritaba y no paraba de correr de un lado para otro al son de la música, poseídos por algún tipo de sustancia que prefería no conocer. Solían ser los primeros en caer rendidos por el alcohol; les hacía un efecto más rápido. En ese tipo de encuentros, unos se convertían en otras personas y a otros se les exageraba aún más esa actitud alienada y desenfrenada de la que padecían. También había un pequeño grupo de chavales que se daban una buena tunda a orillas del río, a pocos metros de la gélida agua, poseídos por el noble y brutal espíritu que la pelea del sótano había despertado en todos nosotros. Oleg e Igor se sentaban juntos sobre un grueso tronco, uno al lado del otro, charlando y bebiendo, ambos con la cara enrojecida y algún que otro moratón. A nuestras espaldas, tras la pequeña elevación, estaba el asentamiento, en la oscuridad y en el silencio de la noche.
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Confesiones desde el infierno
General FictionMaksim Zakharov es un joven de veintidós años que reside en Múrmansk, una pequeña ciudad al norte de Rusia azotada por el mal clima y el pesar característico de las ciudades soviéticas. Padeciendo una severa depresión que le lleva al extremo y domin...