¿Qué harías si te enamoras de un príncipe heredero?
Margory ha tenido el infortunio de pasar los últimos cuatro años viviendo una mala experiencia tras otra. Sin amigos, lucha fervientemente por salir de una relación abusiva con su "primer y único a...
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La mujer que me había llamado amiga la noche del cuarto día de los veintiuno no era mi amiga en lo absoluto. Aun así, desperté en una habitación que no era la mía sobre la misma cama que ella.
Todo estaba en silencio. Aunque las luces se encontraban apagadas el cuerpo del amanecer se escabullía por los bordes del cortinaje. La resaca se anunció con una punzada que me atravesó la nuca, haciéndome sentir que mi cabeza pesaba lo suficiente para tirarla de nuevo a la almohada. El choque me desacomodó las ideas, revolviendo el contenido ácido dentro de mi estómago. Solté un quejido mortecino, bastó para abrir los ojos de la desconocida.
Primero se desperezó bostezando con placidez. Se llevó ambas manos al rostro, frotó sus ojos y plantó sus dedos dentro de su cabellera negra desparramada por el colchoncillo blanco bajo su cabeza. Luego habló.
—Mi esposo es un imbécil. Lo digo en serio. Un absoluto y maldito imbécil. —No fui capaz de anticipar que aquellas serían sus primeras palabras—. Nos casamos hace tres días. Una semana antes descubrí que tenía como amante a una de mis amigas, por supuesto que también era una de las damas de honor. Todo el asunto fue demasiado cliché. Leí los mensajes; ella estaba embarazada y le rogaba a mi esposo que cancelara nuestra boda. En ese momento entendí que debía casarme.
Parpadeé estupefacta. No encontré palabra alguna en el repertorio de ironía que cargaba en mi configuración de fábrica por excelencia. Ella suspiró. Sus ojos estaban perdidos, quizás en los recuerdos que soltaba a través de su voz.
—Me casé y cuando todo estuvo hecho encaré a ambos. Fue una gran satisfacción. Primero lo hice con ella. Lloró cuando le dije que ni siquiera embarazada había sido la prioridad del hombre que decía amarla. —Cerró los ojos. Permitió que los segundos transcurrieran alrededor de nosotras como si fueran capaces de materializarse y prestar consuelo—. Cuando la celebración acabó, mi esposo y yo encontramos un momento de privacidad. Solté la noticia como una bomba que le borró la sonrisa engreída que llevaba encima. Le dije que se tramitaría el divorcio y que, por supuesto, tomaría la luna de miel yo sola. —Hizo una pausa, cogiendo aire para soltarlo en decenas de palabras un poco más rápidas que las anteriores—. Y luego llegué aquí, pensando en lo imbécil que había sido mi esposo al haberme engañado de esa forma, lo imbécil que había sido mi amiga al prestarse a ser plato de segunda mesa cuando bien podría haberse merecido el mundo, lo imbécil que había sido yo al continuar con la boda solo por demostrarles quién tenía el control sobre la situación y tuve el infortunio de encontrarme a otra imbécil en la primera noche de mi luna de miel, pasada de copas, sola, en el bar de un hotel, rodeada por hombres de dudosa procedencia a nada de caer en la inconsciencia. Me pregunto si todos los seres humanos estamos destinados a ser imbéciles.
Sentí la forma en la que mi expresión cambió cuando mi dignidad salió caminando sobre los rayos del sol que atravesaban el cristal de las ventanas.