1. El imperio perdido

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En el interior todos conservamos el deseo de vivir unas vacaciones eternas, interrumpidas solo por el inevitable final del ciclo de la vida

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En el interior todos conservamos el deseo de vivir unas vacaciones eternas, interrumpidas solo por el inevitable final del ciclo de la vida. Y, de cierta forma, consciente o inconscientemente buscamos manifestar nuestro amor trabajando arduamente para regalarle ese cuento de ensueño a alguien más: hijos, pareja, padres... Familia. O al menos casi siempre es así.

Cuando la puerta de mi recámara se abrió me encontraba de pie frente a una de las dos ventanas en su interior, tirando de uno de los cordones para dejar pasar la tenue luz matutina. La cama estaba hecha y el ordenador sobre el escritorio mostraba en rotación el clásico ícono de progreso redondo.

—¿Qué haces? —preguntó mamá desde el umbral.

—Estoy por bajar a prepararme café —respondí dentro de la inercia de la cotidianidad—. Tengo mucho trabajo.

Aquella mujer delgada, más pálida y de mayor estatura que yo asintió, pensativa, recargando el peso de su cuerpo en el umbral de la entrada.

—Tu papá pagó una estancia vacacional esta mañana —contó.

Caminé hacia la segunda ventana y tiré del segundo cordón.

—¿Esta vez a dónde?

—Las Bahamas —respondió y mis ojos se clavaron sobre los suyos—. Es la primera vez que vamos a salir del país.

—¿Yo también voy? —la duda arrugó mi frente.

—Todos nos vamos —enfatizó ella, recordándome la existencia de Ryo—. Y nos vamos mañana.

—¿Qué? —la voz me sonó seca—. Mamá, no puedo ir. Esta semana tengo entregables y voy atrasada. De verdad que no puedo ir.

—Pues organízate —recomendó, despegándose del marco de la entrada. Y repitió—: Nos vamos mañana.

No cerró la puerta al marcharse y estuvo bien. Yo era de las extrañas personas que disfrutaban de mantener la puerta de su habitación completamente abierta, excepto por las noches.

Jalé la manilla de la segunda ventana y permití que la frescura del día me acariciara el rostro. Para entonces enojarme y llorar era muy fácil. Mantener el control, muy difícil. Las sensaciones me ayudaban a canalizar mis emociones, a no explotar en el intento de tomar el siguiente respiro o dar el próximo pestañeo. Ya no era una adolescente pero sí una persona desmotivada. No me atrevería a decir "deprimida" por falta de un diagnóstico profesional, pero sí "triste". Me atrevo a decir que era una persona triste.

La tristeza y la depresión nunca habían sido sinónimos. Por alguna razón siempre he tenido ese dato muy presente, incluyendo que puede transmitirse de padres a hijos a través de su información genética. Mi madre había sido diagnosticada y medicada durante gran parte de mi infancia. Después me enteré de que mi abuela pasaba por el mismo proceso cuando me ofreció benzodiacepinas de su receta.

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