mamá

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una llama difusa en la esquina de la profunda obscuridad, naranjas.

las libretas repletas de números rojos, azules, con letras aquí y allá en el encuadre cuadriculado dónde ya hacen sus largas energúmenas falanges tamborileando.

el retumbar de su voz áspera, gélida y ante todo escalofriante ¿desde cuándo su manto se volvió tan cruel? ¿desde cuándo dejó de tratarme con cariño y paciencia?

y entonces llega él, siempre en el momento inadecuado, inoportuno, pero nunca le interesé, ni un poco, nunca fui la luz de su vida como proclamaba, era una carga cada día más pesada, sobre todo cuando se dio cuenta de que nunca podría ser como las demás niñas.

siempre atraigo desgracias.

un plato se rompe, su cabeza se estrella mientras corro a esconderme bajo las mantas, gritando dentro de una habitación sin sonido, incrustando mis uñas en mis muñecas, mordiendo mis labios hasta sangrar sintiendo el sabor acre del dolor y la miseria.

escucho los gritos escalofriantes. como el rugido de la oscuridad cuando aún se es cría y le temes a tu propia sombra, a las hojas siendo movidas por la brisa, a las cortinas traslúcidas de noche, a las muñecas estáticas con orbes enormes, al despertar de madrugada cuándo las luces consumidas son lo único que te arropa con firmeza, a las pequeñas sombras debajo de tus pies al suelo tocar, a la profundidad del agua de los estanques, del  río y sobre todo, del mar.

el ruido se detiene abruptamente,  mocos se escurren mientras ellos se dicen obscenidades, ese tipo de palabrerías que lees en novelas para adultos a hurtadillas con la luz en vela para poder terminarla, pero no lo hacen con amor, por supuesto que no, apesta a putrefacción.

no podía distinguir en ese entonces lo que pasaba pero siempre había gemidos, gemidos de dolor, de tristeza y desesperanza, junto a los que aún no sabía clasificar. era tan repugnante que me mareaban y vomitaba líquido amarillo sobre las baldosas blancas.

mi pecho se oprime, duele, duele tanto, me voy a morir. eso, así se me va la vida, así se me iba la vida cada noche que peleaban.

cuando había luz de día recobraba la consciencia, abriendo los ojos medio tapados con lagañas secas, siempre sintiendo el hedor tan penetrante de la tristeza en ese pequeño cuarto de solo cuatro paredes, despertaba querido hundirme en las colchas, queriendo ahogarme en un grito, pero solo podía sentir el ardor del reflujo en la garganta acompasado con el lagrimeo de mis cuencas oculares a pesar de haber llorado tanto.

a veces, los golpes en las mejillas no me hacían llorar de inmediato, pero los ojos llenos de furia salida del vacío, las manos con uñas largas que me lastimaban solo con un roce me hacían soltar ríos eternos, deshaciendome en llanto hasta no poder corresponder el amor a cuentagotas que me propocionaban.

y luego, yo aprendí a marcar mi piel sola, con el cuero rasgando la epidermis, porqué lo merecía, yo no iría al cielo, ni pagando una condena, entonces, que más daba si maltrataba lo que se suponía era mío y sólo mío.

sí, mi infancia no fue la más linda. pero siempre me culpé por no poder ser más fuerte.  y ese ciclo se agrandó cuando llegó mi primer amor.

así fue como empecé a detestar estar despierta y deleitarme con morfeo así que tomé un frasco entero de pastillas. pero no cambió nada, sólo un lavado de estómago y una intravenosa.

psique oligrofénicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora