En realidad no tuve mucho tiempo de avergonzarme o de preocuparme. Cuando a la mañana siguiente mis doncellas me vistieron con toda normalidad, supuse que podía presentarme al desayuno. El simple hecho de permitirme asistir era un gesto de amabilidad inesperada por parte de JaeHyun: me ofrecía una última comida, un último momento como uno de los seleccionados.
Cuando estábamos a medio desayuno, Doyoung reunió el valor para preguntarme por nuestra cita.
—¿Qué tal fue? —preguntó en voz baja, tal como se suponía que teníamos que hablar durante las comidas. Pero aquellas tres breves palabras provocaron una reacción inmediata, y todos los que estaban lo suficientemente cerca como para oír agudizaron el oído.
Respiré hondo.
—Indescriptible.
Los chicos se miraron unas a otras, a la espera de más.
—¿Cómo se comportó? —preguntó Mark.
—Humm —intenté escoger las palabras con cuidado— Muy diferente de cómo me esperaba.
Esta vez los murmullos se extendieron por toda la mesa.
—¿Lo haces aposta? —protestó Jimin— Si es así, es de lo más rastrero. Negué con la cabeza. ¿Cómo podía explicarlo?
—No, es que...
Pero una serie de ruidos confusos procedentes del otro lado del pasillo me interrumpieron, lo que evitó que tuviera que buscar una respuesta.
Los gritos eran raros. En mi breve estancia en palacio, no había oído ni un sonido que se acercara siquiera a aquel volumen. Acto seguido se oyeron los pasos rítmicos de los guardias en el suelo, las enormes puertas al abrirse y el tintineo de los cubiertos contra los platos. Aquello era un caos absoluto.
La familia real entendió lo que sucedía antes que nosotros.
—¡Al fondo de la sala, jovencitos! —gritó el rey Dongwook, que corrió hacia una ventana.
Estábamos confundidos, pero no queríamos desobedecer, y nos trasladamos lentamente hacia la cabecera de la mesa. El rey bajó una persiana, pero no era de las usadas para tapar la luz.
Era metálica, y se ajustó en su posición definitiva con un chirrido. JaeHyun acudió a su lado y bajó otra. Y, a su lado, la encantadora y delicada reina se apresuró a bajar la siguiente.
Entonces llegó una oleada de guardias a la sala. Vi una serie de ellos en formación tras las puertas, que cerraron con llave y aseguraron con barras.
—Han atravesado los muros, majestad, pero los estamos conteniendo. Los jovencitos deberían marcharse, pero estamos tan cerca de la puerta...
—Entendido, Markson —respondió el rey, zanjando la cuestión.
Estaba claro lo que había pasado: los rebeldes habían penetrado en el recinto. Ya me imaginaba que podía pasar algo así, con tantos invitados en palacio y tantos preparativos. Cualquiera podía cometer algún desliz que comprometiera nuestra seguridad. Y aunque no fuera fácil entrar, era un momento ideal para organizar una protesta. Cuando menos, la Selección podía resultar molesta.
Estaba seguro de que los rebeldes la odiaban, al igual que tanta gente de Illéa.
Comoquiera que fuera, yo no iba a quedarme de brazos cruzados.
Eché la silla atrás tan rápido que se cayó, y corrí hacia la ventana más próxima para bajar la persiana de metal. Algunos otros de los chicos, conscientes del peligro en que nos encontrábamos, hicieron lo mismo.
