Cuando llegó la carta, mi madre se puso eufórica. Ya había decidido que todos nuestros problemas se habían solucionado, que habían desaparecido para siempre. Pero su plan tenía un gran problema: yo. No creo que fuera un hijo particularmente desobediente, pero ahí fue donde dije basta.
No quería pertenecer a la realeza. Y no quería ser de los Unos. No quería ni siquiera «intentarlo».
Me escondí en mi habitación, el único lugar donde no llegaba el parloteo que llenaba la casa, para pensar en algo que pudiera convencerla. De momento, tenía toda una serie de opiniones claramente formadas..., pero estaba seguro de que no escucharía nada de lo que alegara.
No podía seguir dándole esquinazo mucho más tiempo. Se acercaba la hora de la cena y, al ser el mayor de los hermanos que seguíamos en la casa, me tocaba a mí ocuparme de la cocina. Me levanté de la cama y decidí enfrentarme al enemigo.
Mamá me lanzó una mirada, pero no dijo nada.
Ejecutamos una danza silenciosa por toda la cocina y el comedor mientras preparábamos pollo, pasta y unas rodajas de manzana, y poníamos la mesa para cinco. Si levantaba la vista de lo que estaba haciendo, ella me lanzaba una mirada furiosa, como si así pudiera avergonzarme y hacerme desear las cosas que ella quería. Era algo que hacía a menudo, como cuando me negaba a aceptar un trabajo en particular porque sabía que la familia que nos acogía se mostraba innecesariamente maleducada; o cuando quería que yo hiciera una limpieza a fondo porque no podíamos permitirnos pagar a un Seis para que se ocupara de ello.
A veces le funcionaba. A veces no. Y en esta ocasión no tenía ninguna oportunidad.
Mamá no me soportaba cuando me ponía tozudo. Pero aquello lo había heredado de ella, así que no tenía por qué sorprenderse. De todos modos, en este caso no se trataba solo de mí. Últimamente ella también había estado tensa. El verano llegaba a su fin, y muy pronto nos enfrentaríamos al mal tiempo. Y a las preocupaciones.
Mamá dejó la jarra de té frío en el centro de la mesa con un golpe de rabia. La boca se me hacía agua al pensar en el té con limón. Pero tendría que esperar; sería un desperdicio tomarme mi vaso ahora y luego tener que beber agua con la comida.
—¿Tanto te costaría rellenar el formulario? —dijo por fin, incapaz de contenerse ni un momento más— La Selección podría ser una magnífica oportunidad para ti, para todos nosotros.
Solté un sonoro suspiro, convencido de que rellenar aquel formulario sería en realidad una experiencia próxima a la muerte.
No era ningún secreto que los rebeldes (las colonias subterráneas que odiaban Illéa, nuestro gran y relativamente joven país) lanzaban ataques sobre el palacio, violentos y frecuentes. Ya los habíamos visto en acción en Carolina. Habían calcinado la casa de uno de los magistrados, y habían destrozado los coches de unos cuantos Doses. Una vez incluso se había producido una fuga sonada de una prisión, pero, teniendo en cuenta que solo habían liberado a una adolescente embarazada y a un Siete que era padre de nueve hijos, no pude evitar pensar que en aquella ocasión habían hecho bien.
No obstante, aparte del peligro potencial, sentía que se me rompería el corazón solo de plantearme participar en la Selección. No pude evitar sonreír al pensar en todos los motivos que tenía para quedarme exactamente donde estaba.
—Estos últimos años, tu padre lo ha pasado muy mal —añadió ella, enfadada— Si tuvieras la más mínima compasión, pensarías en él.
Papá. Sí, quería ayudarlo. Y a Karina y a Jeno. Y supongo que incluso también a mi madre. Cuando planteaba las cosas así, no había nada por lo que sonreír. La situación había ido empeorando durante demasiado tiempo. Me pregunté si papá lo vería como un regreso a la normalidad, si el dinero podría mejorar las cosas.