El primer día en el infierno

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Mientras conducía hacia el supermercado más cercano, la radio comenzó a emitir noticias alarmantes sobre una enfermedad extraña que estaba apareciendo en varias partes del mundo y provocando ataques de una especie de "rabia extrema". La voz del locutor sonaba confusa, tensa, como si ni él mismo creyera en lo que estaba diciendo.

Quizás ese hombre que trajeron en el helicóptero sufría de esa enfermedad, pensé, recordando el revuelo de esta mañana en la ciudad. No sabía qué tan grave podría ser, pero había algo en todo esto que hacía sonar una alarma en mi cabeza. No era la primera vez que ocurría algo similar, así que decidí hacer una compra preventiva. Llenaría el carro de comida enlatada, agua, cualquier cosa que durara y pudiera almacenarse por mucho tiempo.

Al llegar al supermercado, noté el ambiente cargado de tensión. La gente se movía rápido, con gestos nerviosos, tratando de hacerse con todo lo que pudieran. Los empleados intentaban en vano calmar a los clientes para evitar que vaciaran las estanterías y dejaran sin nada a los demás, pero no parecía surtir efecto. Nadie quería quedarse sin provisiones, y viendo el caos creciente, aceleré el paso y fui directo a por lo esencial: agua, latas de conserva y todo lo que aún quedaba en los estantes.

Con el carro lleno hasta el borde, me dirigí rápidamente hacia la salida. Algo en mi interior me decía que no debía quedarme allí ni un segundo más.

Cargué las bolsas en el maletero y me subí al coche. A medida que avanzaba hacia mi apartamento, la voz de la radio había pasado del tono informativo a un tono de advertencia. Había reportes de nuevos brotes de esta enfermedad en Asia y África, y el rumor de que podría llegar a Europa en cualquier momento. Pero yo sabía, o al menos intuía, que ya estaba aquí, en algún lugar de esta ciudad, esperando.

Al llegar al edificio, vi a mis vecinos preparando su caravana, la misma que habían comprado hace poco. Parecían apurados, como si quisieran salir de la ciudad antes de que las cosas empeoraran. La imagen del hijo pequeño, con su osito de peluche colgando de su mano y una expresión de confusión en el rostro, se me quedó grabada. En sus ojos inocentes podía ver el reflejo de un miedo que él aún no entendía.

Pero ya no importaba. Aparqué en la parte de atrás del edificio, cargué todas las provisiones y subí a mi apartamento. El resto del día lo pasé haciendo un inventario detallado de lo que tenía y calculando cuánto podría sobrevivir sin salir de casa. No confiaba en que el gobierno o los servicios públicos pudieran manejar algo como esto, así que me preparé para lo peor.

Las horas pasaron y la noche cayó sobre la ciudad. Cada vez que revisaba mi teléfono, las noticias empeoraban: se reportaban ataques inexplicables en distintos puntos del país, algunos tan cercanos como en pueblos de la provincia. Las imágenes que mostraban eran perturbadoras: gente ensangrentada, con los ojos vidriosos, atacando sin razón a quienes se cruzaban en su camino. Los expertos en televisión hablaban de un posible brote viral, pero nadie parecía tener respuestas claras.

Poco después de la medianoche, las sirenas empezaron a sonar, y no dejaban de hacerlo. Me asomé a la ventana y vi luces parpadeantes en la distancia. La gente que quedaba en la calle caminaba apresurada, algunos corriendo hacia sus casas, otros intentando escapar con lo poco que podían llevar en las manos. Recordé a mi vecino y su familia. ¿Habrían logrado salir de la ciudad?

En ese instante, mi teléfono vibró. Un mensaje de alerta de emergencia del gobierno. Decía que permaneciera en casa, que cerrara puertas y ventanas y que bajo ninguna circunstancia dejara entrar a nadie que mostrara signos de la enfermedad: fiebre alta, ojos inyectados y comportamiento violento.

Sentí un escalofrío recorriendo mi espalda. Cerré todas las ventanas y bajé las persianas. Aseguré la puerta con los pocos cerrojos que tenía y me dirigí al salón. La radio, que había dejado encendida, ahora emitía un comunicado oficial, una voz calmada que intentaba traer un poco de orden a la situación, pero que, sin querer, solo añadía más pánico a quienes escuchábamos.

Mientras me sentaba en la penumbra del salón, una idea escalofriante se filtró en mi mente: esto no era un simple brote de una enfermedad desconocida. Esto era algo peor, algo que ni los médicos ni el gobierno podían controlar.

Un ruido sordo me sacó de mis pensamientos. Venía del pasillo. Apagué la radio y me quedé inmóvil, agudizando el oído. Otro golpe, esta vez más fuerte, seguido de un murmullo incomprensible y un sonido de arrastre. Lentamente, me acerqué a la puerta y miré por la mirilla.

Ahí estaba el vecino del cuarto piso. Golpeaba la puerta del apartamento de al lado con un ritmo irregular, y su cuerpo parecía tambalearse de una manera extraña, casi antinatural. Le grité que se fuera, pero su única respuesta fue girar lentamente la cabeza hacia mi puerta y fijar en mí una mirada sin vida, como si no me viera realmente, sino que solo respondiera a un instinto desconocido y voraz.

Di un paso atrás, el corazón me latía con fuerza, pero traté de mantener la calma. Sin quitar la vista de la mirilla, me aseguré de que la puerta estuviera bien cerrada, y entonces lo vi abalanzarse contra ella. Los golpes eran tan violentos que pensé que en cualquier momento la rompería.

Corrí al salón en busca de cualquier cosa que pudiera servir de arma. Encontré un martillo en un cajón de herramientas y me quedé allí, a la espera, oyendo cómo los golpes continuaban, retumbando en el silencio de la madrugada.

¿Sería posible sobrevivir a algo así? El mundo que conocía estaba cambiando, desmoronándose como un castillo de arena bajo una ola imparable.

52 DíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora