La base de Rota

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El sol aún no había salido, y el cielo sobre la base naval  de Rota se teñía de un azul profundo, sumiendo todo en una penumbra  inquietante. Solo se escuchaban las olas del mar golpeando los muros de  hormigón y el arrastrarse de los pies de aquellos cuerpos sin alma que  rondaban sin rumbo fijo. De pronto, el silencio fue roto por un  estruendo que venía del horizonte, un sonido rítmico y potente: las  aspas de un EC725 Caracal del ejército español cortando el aire.

Dentro  del helicóptero, el equipo de operaciones especiales estaba tenso y  preparado. Dirigido por el teniente coronel Adam Álvarez Hidalgo, el  equipo incluía a Beatriz López, ingeniera naval; Ernest Assou, experto en armamento pesado; Marcos Ordóñez, combatiente de élite; el agente del CNI, Rami Hassani; y la médico de campo Laura González. Germán Torres, el piloto, les daba las últimas instrucciones.

La  misión era clara: extraer información crucial sobre el virus que había  desatado el apocalipsis. Estados Unidos y España habían interceptado un  petrolero chino que transportaba al presunto paciente cero, y la  información recolectada en la base de Rota podía contener las claves  para combatir el brote. Pero la base ahora era un campo de batalla de  muertos vivientes, y cualquier aproximación tendría que ser un golpe  rápido y certero.

—Treinta segundos para el punto de ataque —avisó Torres, ajustando los controles.

El  plan era simple pero arriesgado: lanzar un ataque relámpago para  reducir la cantidad de no muertos, y luego descender sobre el techo del  hangar. Torres disparó los misiles aire-tierra, que cayeron como rayos  sobre la masa de no muertos. Una serie de explosiones iluminaron el  área, arrancando pedazos de carne y huesos en todas direcciones. Los  cuerpos chamuscados se tambalearon unos segundos antes de caer, y el  equipo se preparó para descender.

Adam fue el primero en tocar el  suelo, seguido de Beatriz, Ernest, y el resto. La base estaba en  ruinas; vehículos destrozados y edificios en mal estado cubrían el  paisaje. Los escombros crujían bajo sus botas mientras se movían rápido y  en silencio. Alrededor, el humo de las explosiones creaba una niebla  espesa que enmascaraba el hedor de la muerte.

Al abrir las  puertas laterales del hangar, un aire húmedo y oscuro los envolvió. Sin  electricidad, el lugar era una caverna de sombras y ecos inquietantes.  Al entrar, activaron sus gafas de visión nocturna, que tintaron el mundo  en verde fosforescente. Pasaron entre pilas de cajas y restos de  equipos abandonados, siguiendo un corredor largo y estrecho que los  llevaría a las escaleras hacia el subsuelo.

El descenso fue  lento, cada paso resonando en la oscuridad. El silencio opresivo y la  falta de señales de vida hacían que la piel se les erizara. Al llegar a  la planta inferior, se encontraron con un laberinto de pasillos  claustrofóbicos. Las paredes, cubiertas de mapas y planos de emergencia,  mostraban rutas que llevaban a la sala de control y a la sala de  energía auxiliar.

—Aquí, tenemos que reactivar la energía —murmuró Adam, señalando un mapa en la pared.

Beatriz identificó la ubicación de la sala de control y tomó la delantera, avanzando en silencio con su rifle en alto.

El  equipo avanzaba en silencio por los pasillos subterráneos de la base de  Rota. La oscuridad absoluta era diferente a través de las gafas de  visión nocturna, las sombras tomaban una forma amenazante y el ambiente  que estaba impregnado de humedad y el hedor de cuerpos en descomposición  añadía una capa de tenebrosidad que helaba la sangre. Las paredes  reflejaban las señales de una desesperación pasada, con marcas de uñas,  salpicaduras secas de sangre y huellas en una capa de polvo acumulada  durante meses.

Adam se adelantó y alzó un puño en señal de alto. A  unos metros, un grupo de quince no muertos emergía de una esquina,  tambaleándose hacia ellos con brazos extendidos, atraídos por cualquier  rastro de vida que percibieran en su demente recorrido. Eran lentos,  pero bloqueaban el paso; disparar aquí no era una opción en espacios tan  estrechos. Tenían que enfrentarlos cuerpo a cuerpo.

52 DíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora