Capítulo 27

17 1 0
                                    

Meto  la mano en el bolsillo de mi pantalón y marco tan rápido como puedo el número del señor R en un teléfono desechable mientras sigo conduciendo por la terracería. Al menos el aire acondicionado de la camioneta funciona.

—¿Quién es y cómo consiguió éste número? —La voz del señor R del otro lado de la llamada me devuelve al mundo real.

—¡¿De dónde sacas a tus empleados y amigos?! —le grito.

—¡Señor V! ¡Mi querido y letal amigo! ¿Cómo estuvo el vuelo?

—Me temo que tuve un par de problemas con los niños que enviaste a buscarme —le espeto.

—¿Qué? —Su tono ha cambiado—. ¿De qué niños estás hablando?

—Dos niñatos altaneros y drogados que enviaste a recibirme en el avión. Creo que le rompí la mandíbula a uno de ellos.

—Yo no envié a ningunos niños, señor V —Ahora su tono en completamente serio—. Les encargué el trabajo a dos de mis mejores hombres, y uno de ellos tiene cuarenta.

—Pues aquí me recibieron un par de chicos altaneros de no más de veinticinco. Estaban drogados.

—¡Carajo! —maldice—. Bien, me encargaré de ellos más tarde. ¿Al menos recibiste el regalo que te dejé?

Diablos. Lo había olvidado por completo.

—¿Dónde está? —le pregunto.

—Eso no lo sé. Debería estar en  un bolso negro. ¿En qué auto vas?

—Una camioneta Durango.

—Revisa en la guantera. Si no está ahí, después encontraré una forma de compensartelo. Debo colgar, mi querido amigo. Me encargaré de averiguar qué pasó con esos chicos.

—Bien, adiós —cuelgo sin esperar una respuesta.

Tras un par de minutos, llego al final del camino de tierra y las llantas de la camioneta se adhieren con fuerza al asfalto. No aparto los ojos del camino, pero escucho cuando Bianca se abrocha el cinturón y veo de refilón cómo se sujeta a su asiento. Definitivamente no confía en mi manera de conducir. ¿Qué no ve que estamos en una autopista?

Aunque, ahora mismo, con éste humor, no confío mucho en nada de lo que pueda hacer.

No hay demasiados autos por delante de mí, así que no veo razones para no acelerar. Con el pedal a fondo, llevo la camioneta a ciento ochenta kilómetros por hora y mantengo la velocidad unos minutos hasta que noto la cercanía de algo de civilización.

—«Krotz Springs» —lee Bianca en el letrero junto a la autopista—. ¿Pararemos aquí?

—No —le respondo. Mi tono es tono glacial.

—¿Y por qué no?

—Escuchaste al muchacho. El hotel más cercano está más adelante. A un lado de la carretera.

Decido ignorar las preguntas de Bianca acerca de si he estado alguna otra vez en Louisiana, y vuelvo a aumentar la velocidad. Veinte kilómetros más adelante, cruzo al otro lado de la calle y me detengo en el estacionamiento de un complejo de habitaciones, justo antes de la entrada a otro pueblo. Convenientemente, el hotel está justo frente a una estación de servicio y, también, lo que parece ser una cafetería cuyo letrero anuncia «Abierto las 24 horas». Magnífico.

Una mujer que muy posiblemente ya es de la tercera edad lee una revista de moda al otro lado del mostrador en lo que, supongo, es la recepción. Si es que se le puede llamar así.

—Disculpe —le llamo—. ¿Tiene habitaciones disponibles?

De repente, todo el cuerpo de la mujer, antes inerte, cobra vida al ponerse en pié. Me mira con demasiada atención a través de sus gruesos anteojos y luego observa la hora en su viejo y rayado reloj antes de hablar.

—Sí. Sí tenemos. Noventa dólares por noche. Pago por adelantado —me responde en un tono completamente neutral. Casi robótico—. Necesito ver una identificación para guardar el registro.

Maldición. Creo que traje un permiso de conducir falso, pero está en el fondo de uno de los bolsos.

—Bien, deme un segundo... —abro el cierre y tardo un momento en tantear el estuche de cuero donde guardo las identificaciones. Disimuladamente tomo un permiso de conducir con el nombre «James Williams» grabado bajo mi fotografía y se lo tiendo junto a un billete de 100$—. Conserve el cambio.

Toma el billete junto con el permiso de conducir y casi al instante me tiende las llaves de una habitación que ubico, convenientemente, al final de uno de los pasillos del primer piso. Estaciono la camioneta frente a la habitación antes de instalarme.

El sitio no está nada mal, pero, sinceramente, ahora mismo dormiría en el piso de ser necesario. Sólo que me habría gustado tener a Bianca en otra habitación; ambas camas están una separada de la otra en la misma sala, justo frente a un televisor, y al fondo de la habitación está el baño.

Al fin. Sincronizo mi reloj con el que está colgado en la pared; son las 5:42pm. Puedo dormir un poco antes de empezar a trazar una ruta en la noche. Es hora de poner a Bianca alerta. Está sentada al borde del colchón, registrando las cosas de su bolso.

—Préstame atención —le digo. Ella levanta la vista a desgana—. Nos iremos de aquí a más tardar mañana por la mañana. Eso de enfrente parece ser una cafetería, si te da hambre puedes tomar algo del dinero que te di, pero no te alejes. Sería preferible que no salgas de la habitación, pero mantente alerta.

—¿Alerta? —me pregunta—. ¿Y eso por qué?

—Porque estamos en Estados Unidos y nos persigue la maldita CIA. Sólo mantente alerta. Que todos tus sentidos colaboren, si ves o escuchas algo extraño, despiertame. ¿Entendido?

—Está bien.

Sigue enfadada. Mierda. No puedo estar calmado si sé que ésta chica puede sacar las garras en cualquier momento.

Tengo que calmarla.

Vamos, Carter. Di algo.

—¿Puedo confiar en ti? —le pregunto.

Cuando voltea a verme, su semblante cambia casi al instante. Como si el Sol apareciera de repente entre los nubarrones de una tormenta. La sombra que antes percibía en su rostro comienza a disiparse mientras digiere la pregunta que le acabo de hacer.

—Puedes confiar en mí —me responde. Es la primera vez que la escucho hablar tan serena—. ¿Yo puedo confiar en ti?

—Puedes confiar en mí —le respondo.

Bien. Eso era todo.

Las cama chirrea cuando me dejo caer de espalda al colchón. Saco de la cinturilla de mi pantalón mi arma y me la pongo sobre el pecho, cubriendola con la mano derecha para estar listo en caso de tener que usarla. Entoces comienzo a aplicar un truco para dormir rápido que aprendí en La Marina y hacía años no ponían en práctica; relajo los músculos de mi cara, dejo caer los hombros, los brazos y luego exhalo lentamente para relajar el pecho mientras aíslo de mi mente los sonidos que escucho en toda la habitación y fuera de ella, ubicando cada uno de ellos a mi alrededor...

El susurro del aire acondicionado. El ventilador en el techo. Los autos circulando por la carretera. El canal de las noticias en el televisor con bajo volumen... Mi propia respiración... Los latidos de mi corazón...

. . .

Adicción Mortal Donde viven las historias. Descúbrelo ahora