Capítulo 24

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Al salir del edificio veo estacionado del otro lado de la calle una Ford Explorer plateada con ventanillas oscuras; creo que es del 2008. Al cruzar la calle inspecciono mi panorama antes de deslizar la mano izquierda por el borde interior del guardabarro, tocando con la punta de los dedos las llaves adheridas al interior con cinta adhesiva.

—¿A dónde vamos? —pregunta Bianca una vez que nos ponemos en marcha.

—Primero que nada, a dejar a Rakaro con Garit —Mi perro reacciona al escuchar su nombre y me lame la oreja, juguetón. Le acaricio bajo la mandíbula con una mano—. Luego, debemos ir a la dirección que dice ése papel en la guantera.

Despedirse de Rakaro no es una tarea fácil para mí. Es como un niño. Mí niño, un hijo prácticamente.

—Aún no entiendo por qué debes irte tan rápido —insiste Garit cuando le entrego la correa de Rakaro y un sobre con el dinero suficiente para alimentar al perro como por un año—. ¿Y por qué tanto dinero?

—Ya te lo dije, Garit. Es una emergencia familiar. No sé si pueda volver pronto, y de verdad lamento mucho dejar éste cargo contigo.

—¡Nunca me has mencionado nada de tu familia! —Luce alarmado—. Hasta ahora creía que eras huérfano o algo así. Pero está bien. Agnes y Jenni aman a Rak. Ten mucho cuidado, infeliz, me preocupas.

—Lo tendré. Adiós, Garit. Cuídate mucho.

Me despido de mi socio rápidamente para después salir del bar, que está rebosante de gente. En cuanto vuelvo a la camioneta sigo las indicaciones que me muestra el trozo de papel que saqué de la guantera. Parece que el Señor R ha movido los contactos de su agenda y ha cobrado un par de favores para sacarme de aquí sin ser detectado. Espero que no haya problemas.

Fueron al menos 25 minutos de camino que me llevaron hasta una desolada carretera cerca de un pequeño pueblo cuyo nombre es  algo así como «Purmerland». Aunque no estoy muy seguro de ello.

A mi alrededor no veo nada más que árboles custodiando la carretera. El brillo de la Luna llena es difuminado por una densa capa de nubes grises que amenazan con atormentar la tierra, y no veo mucho más allá de lo que los faros de la camioneta me permiten. Estoy totalmente cernido a la penumbra brindada por el manto de la noche y, ciertamente, no me gusta éste lugar. Marco el número de el señor R cuando estoy llegando a la zona exacta. Me pongo el celular contra la oreja mientras conduzco.

—Este lugar no me gusta —dice Bianca. Se nota muy inquieta, igual que yo.

—A mí tampoco —convengo con ella.

Giro el volante y me detengo justo al frente de una verja oxidada a un lado del camino, flanqueada a ambos lados por un muro de vallas envueltas en enredaderas. El Señor R contesta al primer tono.

—Abre la verja, entra y cierrala detrás de ti —me dice del otro lado de la llamada—. Y, por favor, asegúrate de no causar problemas a las personas que encontrarás. Sé que tiene la fama de ser un poco adicto a la violencia, mi querido amigo.

¿Adicto a la violencia? ¿Yo? ¡Eso es ridículo!

—Entiendo —mascullo. ¿Cómo se atreve a decirme eso?

—Ah, y otra cosa, mi querido amigo —Ay no, conozco ése tono. Es el mismo que usa siempre que hace algo mal—. Es que no pude conseguir que llegaras exactamente a Atlanta…

Ya estoy comenzando a perder los estribos. Me remuevo en el asiento y hago todo lo posible por no gritarle a la pantalla del teléfono.

—¿A qué te refieres? —le pregunto. Se nota la agresividad en mi tono, aún hablando en voz baja—. ¿A dónde me planeas llevar?

—Hay una pista de aterrizaje clandestina en Louisiana —me responde, intentando calmarme—. Cerca de Krotz Springs.

¡¿Luisiana?! ¡¿Cómo carajos?!

Lleno mi pecho de aire y aprieto con fuerza los dientes, cerrando los ojos mientras exhalo con lentitud, luchando con toda mi fuerza de voluntad para no estallar. La llamada se silencia por un par de segundos.

—Pero no debes preocuparte —dice el señor R—. Al aterrizar tendrás un auto ahí. Sabía que no te iba a agradar la noticia, así que decidí compensartelo un poco. En el auto encontrarás un pequeño regalo. Y la paga del viaje podrás dejarsela al hombre que te entregará las llaves.

Maldita sea.

Veo a mi alrededor en busca de una respuesta a lo que acabo de escuchar, como si por arte de magia alguien pudiera susurrarme al oído lo que tengo que decir. Ya es demasiado tarde para retroceder, así que no tengo otra maldita opción. Debo continuar.

—Bien. Estaré en contacto, señor R —consigo articular—. Quizás necesite un par de favores más, pero aún no estoy seguro.

—Le deseo suerte, mi querido y letal amigo. Aunque, si se trata de usted, muy poco la necesitará. ¡Ah! Y otra cosa, el hombre que conocerás es un viejo amigo, es un traficante, no necesitas saber de qué. Sólo te advierto una cosa: Por ningún motivo le hables acerca de vinos o de mujeres. A menos que quieras morir de aburrimiento.

—Entendido. Adiós —cuelgo la llamada.

—Esa conversación se escuchó muy seria. ¿Tendremos problemas? —me pregunta Bianca.

—Pues, podría ser que sí.

—¿Podrías darme un arma?, digo, somos un equipo ahora ¿No?, deberíamos cubrirnos las espaldas.

—¿Siquiera has usado un arma? —le pregunto. No ha hecho más que ponerse nerviosa cada vez que ve un arma frente a ella ¿Cómo será si maneja alguna?

—Fui sobresaliente en el entrenamiento de la agencia, imbécil —Diablos. Está enojada—. Sé cómo usar una Glock. Y también sé defensa personal. No te confundas, el que no me gusten las armas no significa que no pueda usarlas.

... Dios santo. Será un largo, largo viaje. Lo presiento.

Adicción Mortal Donde viven las historias. Descúbrelo ahora