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Sientes cómo se te abren los nudillos con cada golpe al duro material del saco de boxeo. Tus pulmones arden, con una necesidad imperiosa de oxígeno que sólo llega a raudales. El sudor se acumula en tu piel, un fino brillo que resplandece en la dura luz del gimnasio. Uno, uno, dos. Uno, uno dos. Uno, uno dos. Repites el mantra al ritmo de tus golpes. Con cada giro de tu cuerpo, el saco se balancea.
───"¿Un ochenta y cinco? Por el amor de Dios, ¡eso no es suficiente! Deberías esforzarte siempre por llegar a los cien. Un ochenta y cinco no es suficiente en la vida, ¿entiendes?".
Te sacudes las palabras de tu madre, el sonido grabado a fuego en tu cerebro sin importar cuántas veces hayas intentado arrancarlo. Te limpias la frente con el antebrazo, flexionando los dedos, con un movimiento restringido tanto por el dolor de la piel que se resquebraja como por las gruesas vendas acolchadas que hacen todo lo posible por protegerlos. Sacúdete. Uno, uno, dos. Uno, uno dos. Uno, uno dos.
La bolsa se balancea como un metrónomo con cada golpe que das.
───"Deja de comer eso. Es puro azúcar. No va a hacer nada para ayudarte, ya estás lo suficientemente gordito".
Tus ojos se estrechan hacia la bolsa. Ves el rojo, pero viene con un dolor aullante que no has sentido en años. Esta noche es una de esas noches, parece. Uno, uno dos. Uno, uno dos. Uno, uno dos.