31 de diciembre de 2020, a veinte minutos de La Chorrera.
Había sido un año de mierda para todo el mundo, no cabía la menor duda. Pero el saber que se terminaba no representaba garantía alguna de que el virus se marcharía.
Alicia Núñez había llegado al punto de resignarse por completo y dejar de luchar por sus sueños —si es que alguna vez los tuvo, ya no estaba muy segura—. Se iba a casar dentro de poco y sólo faltaba que se pudiera circular libremente por la ciudad. Así podrían asistir todos los invitados inscritos en la extensa lista diseñada por sus suegros y su futuro esposo, Leo Jiménez.
La boda se acercaba a pasos de ogro: grande y furiosa, como una nube envolvente cargada de tormenta.
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La noche anterior, Alicia soñó con el espíritu de su padre, muerto de un cáncer de próstata mal atendido. El suceso ocurrió cuando Alicia acababa de cumplir dieciséis años y terminó en un tatuaje en la muñeca, hecho a escondidas de su madre y con el nombre de su padre grabado para siempre.
El fantasma, en su sueño, le había pronunciado una sola palabra: «Huye.»
¿Pero huir de quién o de qué?
Ella se tocó la muñeca derecha, donde en letras negras, minúsculas y corridas rezaba el nombre Lionel. En la otra, tenía tatuado un diamante, resultado de una noche alegre en la playa con sus amigos de la adolescencia.
Aquél diamante se lo había hecho su mejor amigo Andrés Gavaldón, un chico de padres mexicanos que vivían en Panamá desde hacía varios años. Se preguntó en qué andaría él en estos momentos y sintió un ápice de nostalgia. Fue discreto, no duró. No lo veía desde hacía mucho tiempo.
Aprendió a reprimir esta clase de sentimientos. Sabía que ni la nostalgia ni la melancolía podrían ayudarla a sobrellevar la depresión. Un Prozac sí bastaría para bloquearle la recaptación de serotonina en las neuronas. De este modo, habría más biodisponibilidad de este neurotransmisor para mejorar la sinapsis neuronal. En otras palabras, no se sentiría tan deprimida; quizás sí un poco aturdida por su creciente dependencia a este tipo de pastillas: Escitalopram, Agomelatina, Diazepam... Nada grave.
Gracias a Dios, el año 2020 acababa ya y qué mejor lugar para recibir el 2021 que el yate de Johannes Malatesta. Esta idea no entusiasmaba mucho a Alicia, quien no dejaba de pensar en lo riesgoso de celebrar una fiesta en el contexto de la pandemia. Johannes le parecía un irresponsable y aprovechó para meter en el mismo saco a Leo y a todos los que pensaban asistir.
Recordó lo que le decía su padre, Lionel Núñez, sobre los privilegios de ciertas clases sociales y las ventajas de unas por encima de otras. En efecto, sabía que, si ellos hubieran sido simples ciudadanos de clase media, hubieran tenido que vérselas con las autoridades. Sin embargo, ellos pertenecían al glorioso grupo de los que sí tenían dinero para "pagar la soda".
La benevolencia era absoluta con quienes les compraban una tienda entera repleta de soda o cafecitos —para llevar y repartir en familia— y esa situación parecía no tener intenciones de cambiar.
No había razones para preocuparse por las autoridades, lo cual inquietaba a Alicia, quién desconfiaba de las personas que se sentían libres de transgredir las leyes y el orden sin temer ninguna consecuencia.
Johannes era uno de los mejores amigos —o amigotes— de Leo, su esposo, y era el anfitrión de la fiesta clandestina a la que fueron invitados.
Alicia no hubiera ido, pero Leo se encargó de chantajearla adecuadamente: le recordó que a la fiesta asistirían personalidades del mundo del cine y de la televisión que podrían ayudarla a levantar el rating de su programa.
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Leo y Alicia
HorrorDurante la pandemia, y después de un trágico accidente mortal en noche de año nuevo, Leo y Alicia se refugian en la casa de campo de su familia, donde serán acechados por los fantasmas de quienes murieron en el accidente.