8. EL NIÑO PERDIDO

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A Leo le aterraba la idea de morir solo.

De repente, se vio así mismo como el cadáver de la paloma, envuelto en una bolsa plástica cualquiera y cayendo lentamente hacia las aguas turbias de la quebrada.

Se dibujó en su cabeza la imagen de ese cuerpo inerte siendo llevado por la corriente hacia las profundidades de la selva oscura. Las palmeras bailoteaban y se remecían con el viento infernal que bramaba en la madrugada, haciendo vibrar las hojas como la larga cabellera de una gigante doncella, dormida sobre un lecho de cielo y tierra.

El ruido de la borrasca le recordó a Leo el sonido de las turbinas de una avioneta volando en picada.

Las ráfagas frescas le hicieron gotear la nariz.

¿Por qué irse solo si podría acompañarlo Alicia también?

El cielo despejado se oponía cada vez más a su mente nublada.

¿Tal vez podría usar una cuerda?

Sí. Pero las niñas primero. Entonces Alicia podría ser colgada de una cuerda y luego él, colgado a una de las vigas del techo.

No, debía de haber otra forma más inmediata. Colgarse podría resultarle muy doloroso, si no conseguía un buen efecto.

Entonces escuchó:

—Papá guarda en la cocina veneno para ratas.

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Leo buscó con desesperación el matarratas y encontró una bolsita en una gaveta de la cocina. Entonces, agradeció el cultivo de maíz del terreno de al lado; cultivo al que maldijo por años porque desde que lo sembraron comenzaron a invadirlos las ratas.

Seleccionó en la cocina algunas botellas de agua. Escuchó que en la sala Alicia agitaba unas llaves y también que se disponía a salir de la finca. Sus pasos pisaban tierra, de la misma forma que lo habían hecho los de don Arquímedes, alejándose peligrosamente de su plan.

Vertió dentro de la botella todo el contenido del raticida. Llenó el envase de agua y lo agitó con violencia hasta obtener un líquido viscoso. Miró la botella y reflexionó:

—Tengo sed y seguramente Alicia también.

Se llevó a los labios la botella y dejó que el líquido viscoso descendiera por su garganta y a lo largo de su esófago, hasta llegar a su estómago.

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La noche de Joanna—la madre de Alicia—se tornó bastante agitada desde la llegada de los policías y agentes de la D.I.J. que investigaban el paradero de su hija y el de su pareja. Los agentes se instalaron en su sala desde las tres de la madrugada a interrogarla y no tenían intenciones de irse hasta conseguir información relevante para el caso.

Joanna maquinó escenarios posibles; cada uno más fatídico que el otro.

Le mencionaron que hubo un accidente y que hubo vidas cobradas por éste. Temió por su hija, pero le dijeron que ella no formaba parte de las víctimas. No le dijeron nada más.

—Entonces, no comprendo—dijo la madre angustiada.

Pero para ellos, no había nada que comprender. Sólo debía decirles dónde podían encontrar a su hija, o si existía forma alguna de contactarla.

Joanna cogió su celular y marcó—en presencia de los policías—el número de Alicia.

Luego de varios intentos que desembocaron en la contestadora de voz, le preguntaron:

Leo y AliciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora