7. LA PALOMA DE LA NOCHE

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El hombre intentó abrir el ventanal. Alicia recordó que Leo la había cerrado antes irse a dormir.

El fantasma de la niña se había desvanecido.

Alicia asomó la cabeza por encima del respaldo del sillón. El hombre, a quien no le veía el rostro, cargaba una escopeta.

Alicia sintió su piel erizarse.

Leo se levantó a abrir la puerta corrediza del ventanal.

—¿Qué pasó, sobrino? —le dijo el hombre a Leo, mientras intercambiaban palmadas en la espalda.

—¿No tiene luz?

—No—respondió Leo. —Mire, don Arquímedes, quienes estamos aquí somos yo y mi mujer. Mis padres están de viaje. ¿Qué le trae aquí a esta hora?

Don Arquímedes entró a la casa con cara de inspección y, sin pedir permiso, estacionó sus botas de campo llenas de tierra sobre la alfombra.

—Es que como no los veo desde hace tiempo y vi el carro, parecido al de su padre—comenzó el hombre—entrando por el caminito ése... Yo los vi y quise aprovechar pa' preguntarle una cosita al señor, al jefe, usted sabe. Pa' pedirle una ayudita con un problemita que tengo.

—Ya, bueno—respondió Leo, irritándose cada vez más, pero tratando de disimularlo. —Eso tendrá que esperar.

—No, esperar no, sobrino... Yo creo que incluso usted podría ayudarme. Mire usted, mi suegrita se enamoró de un pedigüeño, usted sabe... y entonces, mi esposa y yo pensamos que la vieja nos va a desheredar.

—Bueno, y ¿qué podemos hacer nosotros?

Alicia no perdió el tiempo. Se agachó al suelo con suma discreción y se deslizó hacia la cocina, sin que los dos hombres se dieran cuenta. Sabía que ahí había una puerta que daba al patio trasero de la casa y que no necesitaba llave. En cambio, encontró la del carro justo donde las había dejado Leo: encima de la mesita. La agarró.

—Mire... usted podría ver la manera de que ese pedigüeño llamado Manuel Roque Pérez deje de joder. Usted sabe cómo... Él vive por una casita allá cerca de la laguna.

—No, no manejamos este tipo de asuntos—dijo Leo, en seco.

El hombre insistió:

—No sea así, sobrino. Yo siempre le cuidé la casa a su señor padre como se debe y también a las vaquitas que él tiene. Nunca dejé que vinieran a robarse ni una mazorca del maizal.

Hizo una pausa. Alicia se detuvo en medio de la cocina. Se había quitado las sandalias en la sala, trayéndolas ahora en la mano, y caminaba descalza para no hacer ruido.

—Hágame ese favor—continuó el hombre, dando pasos ansiosos por la sala. —Hable usted con el hombre aquél que le rompió las piernas a ese...

—Basta, está bueno, ya. En la mañana haré las llamadas. Mire la hora que es, don Arquímedes.

—Gracias, sobrino.

Alicia giró suavemente el picaporte de la puerta de la cocina, la empujó y ésta crujió un poco, pero no importaba, ya casi estaba afuera.

La puerta tenía, a modo de ventana, un rectángulo largo de cristal en la parte alta del marco.

En el preciso instante en que Alicia la abrió, algo impactó el cristal con violencia, dejándolo casi quebrado. Luego, el objeto rebotó y se estrelló contra las baldosas, donde volvió a brincar unos centímetros, antes de quedar tirado en el piso.

Leo y AliciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora