Capítulo 10: Escucha mi voz

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Emmet

Yo mejor que nadie soy consciente de lo que es cargar con los errores que cometen nuestros padres. Yo tuve esa carga por años. Yo debí trabajar para que mis hijos no tuvieran esas cargas.

Pero el mundo, el ego y la venganza no olvidan. Así como yo cargué con deudas ajenas, ahora le toca a ella pagar, porque nada en esta vida es justa, así que cada uno debe hacer la justicia a como crea conveniente.

Muchos perdonan, otros más asesinan, y otros, como yo, pagan con la misma moneda.

Ella duerme plácidamente, envuelta en una cobija que la mantiene caliente, sus mejillas sonrojadas por el esfuerzo de hace unas horas y su trenza desbaratada. Su pequeño y delicado rostro expresando una tranquilidad pura.

Le doy el último sorbo a la botella. Sí, botella, porque con los sucesos de esta noche no me abastece un simple vaso.

La dejo sobre la mesa y jalo una silla para sentarme. Mi cabeza da vueltas una y otra vez en todas las posibilidades a las que tengo acceso.

La princesa Aimée duerme en mi barco. La princesa no recuerda ni su nombre. La princesa está sola, perdida, nadie sabe que yo la tengo, nadie sabe que sobrevivió a tan devastadora tormenta.

Nuevas cartas se muestran en el tablero ahora que todos asumen su muerte. ¿Qué debería hacer ahora?

Tiro de la cadena que cuelga de mi cuello hasta sacarla de mi camisa y observo el dije partido a la mitad del Goccia di luna.

La respuesta con respecto a la princesa baila frente a mí, tentándome a tomarla. Y tal vez, si organizo y detallo perfectamente el plan, pueda funcionar.

Lo que sí es algo inevitable será su muerte. Su sangre manchando mis botas y su cabeza empalada en la plaza de Rosengarten. Me deleitaré con derramar tan exquisita sangre pura, con lo devastado que quedará el rey Farid al ver que por su culpa ha perdido a otro hijo.   

El tiempo que falta para que esa venganza se lleve a cabo será lo que tarde en ejecutar mi plan. Por ahora me sirve estando viva. Su momento aún no ha llegado.

Pero muy pronto.

Naydelin suelta un pequeño quejido, se remueve un poco en la cama provocando que uno de sus bracitos cuelgue fuera de la cama.

Me pongo de pie y voy hasta ella mientras guardo dentro de mi camisa el collar. Tomo su extremidad y muy despacio la vuelvo a meter dentro de las cobijas.

Me quedo de pie nuevamente a su lado y la sigo viendo dormir. Todavía estoy procesando lo que me dijo cuando logramos calmarla y hacer que dejase de gritar. Pienso en lo que haré con esta niña que se ha quedado sin madre, ya que la perra no volvió luego de entrar a ciudad ceniza.

Hace mucho no detallo en ella. Estaba tan ocupado persiguiendo, robando, matando, saqueando, que en estos años no volví a reparar en ella. Creció mucho, está demasiado delgada y ese hecho me hace sentir algo de pesar. Sentimiento que se extingue al notar nuevamente el parecido que tiene con su madre. El odio se vuelve a adueñar de toda mi alma y siento ganas de matarla solamente por su origen.

La pequeña Naydelin que se ha quedado sola sin la protección de su madre.

Antes de cometer una locura, prefiero tomarla del brazo sin medir mi fuerza y la saco de la cama. Despierta alarmada y sin comprender lo sucedido.

Abro la puerta de mi camarote y a ella la arrojo al piso. Suelta un quejido al caer y es lenta en reaccionar ya que se queda ahí tirada.

—Ya tuviste muchos privilegios esta noche —le digo tranquilo mientras guardo mis manos en los bolsillos de mi pantalón. —Olvídate de volver a dormir en una cama.

La joya del marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora