Capítulo 43

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Presente

~Narrador omnisciente~

De nuevo, la más difícil de las situaciones a las que Ara debía hacer frente se estaba repitiendo. Volvía a tener lugar haciéndola sentir indefensa por no poder evitarla. Se atravesaba en la línea de sus días impidiéndola avanzar.

Carlo era esa diurna pesadilla que constantemente le robaba la fe en un buen final para su historia.

—¡Madura de una vez, Ara! ¡Él no va a volver!

Lo cierto era que sí lo había hecho, y no sólo eso; el mismo mencionado en la conversación oía frecuentemente las discusiones que tenían lugar al otro lado de la puerta del dormitorio principal de aquel apartamento situado en el centro de Venecia. Aquel enfrentamiento era una excepción al estar sucediendo en las afueras, donde el joven Carlo habitaba.

—¡No puede volver porque nunca se fue! ¡Fui yo la que tuvo que irse en contra de su voluntad! —rebatió Ara, oyendo el choque de cada una de sus palabras contra los rincones de la estancia.

—¿Sabes qué? Me da igual —dijo el veneciano, cerrando los ojos con fuerza tras las palmas de sus manos, buscando algo de serenidad que aportar a la agitada conversación—. Me da igual quién se ha ido, quién se ha quedado, quién debe irse o quién debe volver. Lo que me importa y, sobre todo, lo que me duele es que no quieras ver lo prometedor que sería nuestro futuro juntos si dejases de llorar por otro que forma parte de tu pasado.

—No vuelvas a decir que Damiano es una simple parte del pasado.

—Pero es que Damiano no es una parte de tu pasado, es una parte de un pasado que jamás volverá. Es imposible rebobinar la historia, el tiempo ido nunca vuelve, Ara. Debes entenderlo.

El tono airado de la discusión había sido sustituido por uno más sereno, cierto; pero la frialdad seguía palpándose en el intercambio verbal como una translúcida mariposa: quien sabía que allí estaba, la veía y también conocía su engañosa delicadeza.

—No sabes lo que estás diciendo —respondió la cantautora, con una cínica sonrisa ladeada.

Carlo se aproximó unos pasos en dirección a donde ella permanecía sentada, sobre el sofá de la estancia. Sus miradas chocaron como las de dos bestias tan carcomidas por la ira como para luchar entre ellas llegando a olvidar lo común entre ellas. El azul eléctrico de los ojos de Carlo se posó sobre la escala otoñal de los de Ara. Él llevó una mano al mentón de ella y de manera desafiante dijo en un tono audible sólo para ellos dos en aquella proximidad:

—A lo mejor eres tú la que no sabe lo que está diciendo porque ni siquiera sabe lo que tienen guardado para ella.

Aunque un desagradable escalofrío recorrió la espina dorsal de Ara, la joven no tembló. Tampoco cambió ni un ápice su expresión reflectante de valerosidad. No le mostraría a quien en aquel momento era su enemigo que realmente temía ante aquellas palabras tan misteriosamente pronunciadas.

—Habla —exigió ella con firmeza, pero sin elevar la voz.

—¿Cómo dices?

—Que seas directo, Carlo. ¿Qué demonios sabes que yo desconozca?

El veneciano retiró su mirada hacia el suelo y, en dicha posición, ahogó una maliciosa carcajada. Después de ello, se alejó de ella y su escalofriante risa resonó contra las paredes del apartamento y contra la enfurecida coraza que guardaba el alma de quien en aquel momento era su compañía.

El odio era un rostro que se dejaba entrever en las pupilas de Ara, quien se levantó fugazmente de su asiento para encarar a su viejo amigo.

—¿De qué va todo esto?

La noche que nevó en Roma [Damiano David]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora