Capítulo 33

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Hace 3 años

~Ara~

Los días nacieron en el alba y murieron en el ocaso algunas veces antes de obtener una respuesta. No sabía si habían llegado a ser semanas o simples giros de la Tierra sobre sí misma, pero fueron días fugaces. De esos que parecen sueños de escasos minutos. Finalmente, mi novio y mis mejores amigos se trasladarían durante un año a la capital inglesa con el fin de crear nuevos proyectos. Lo cierto es que me complacía más de lo que me dolía.

Los cinco habíamos acordado no lamentarnos por un hecho que sólo traería prosperidad para el futuro de la banda. Se irían en una semana y el final de esa semana no sería una despedida, sino un hasta pronto con una fecha fijada en la que volveríamos vernos. Planeábamos hacer de cada uno de esos siete días una celebración por todo lo bueno que pronto vendría para ellos. Para mis luces de luna que brillaban con luz propia en medio de mi oscuridad.

La luz grisácea de la media tarde traspasaba las cortinas, las nubes lentamente corrían sobre el cielo y el frío entraba por la estrecha rendija que había dejado entre la ventana y el umbral. Mientras el cuarto de los que serían nuestros siete días de despedida se apagaba, yo me retocaba la sombra de ojos bajo los pequeños focos del espejo de mi tocador. No podía remediar el hecho de llevar clavada una espina de desaliento por la marcha de mis seres más queridos, pero sí podía maquillarla con un forzado positivismo que acabaría por convertirse en un sentimiento real.

El timbre sonó antes de lo esperado. Miré el reloj y todavía faltaba una hora para que Damiano y los demás se pasasen por mi casa para irnos. Volvieron a llamar al timbre repetidas veces, como si no pudiesen guardarse su propia impaciencia y quisieran aprovechar al máximo el poco tiempo que nos quedaba juntos antes de que se fuesen.

—Ya voy, ya voy —murmuré mientras me ponía rápidamente el abrigo para disponerme a bajar las escaleras.

Como cada vez que pisaba los últimos peldaños previos al recibidor de la casa tras oír el timbre, una sonrisa se formó en mi rostro y aligeré el paso para encontrarme cuanto antes con las personas a las que más amaba. Abrí la puerta mientras dejaba que mi vehemencia corriese por delante de mí y esta calló como un ángel del cielo en el momento de ver la calle.

De repente, todo lo que veían mis ojos se volvió tenebroso, sin luz, carente de vida. Todo se desmoronó con la simple presencia de aquellas dos personas frente a mi puerta.

—Buenas tardes, hija —dijo mi madre, cómo no, marcando las distancias a través del tono.

Ver a mis padres aparecer de repente frente a la casa en la que me habían tenido dos años abandonada, sin haberse presentado ni una vez, me causó la misma sensación que un fuerte golpe en el vientre. De un momento a otro sentí vértigo, como si me fuese a desplomar de la impresión tan negativa que estaba experimentando. Definitivamente, aquella situación no podía traer absolutamente nada bueno.

—¿Vas a dejarnos entrar en nuestra propia casa? —inquirió mi padre con seriedad.

—A juzgar por la sonrisa que llevabas sobre la cara y que se te ha caído al vernos, cualquiera diría que esperabas a otra persona.

Necesité apoyarme sobre el umbral al no poder mantenerme en pie sin ningún soporte. Deseaba desde lo más profundo del alma que aquello fuese tan sólo una pesadilla de la que despertaría para suspirar dando gracias de que tan sólo hubiese sido un mal sueño. Pero no. Aquello era la realidad, mi tacto sentía la fría madera de la puerta, mis oídos procesaban los gritos del cielo pidiéndome que huyese bajo la imposibilidad de hacerlo y mis ojos me entregaban la imagen de los dos hombres que me habían visto abandonar Venecia dos años atrás sin haberme acompañado siquiera a la estación de tren. No habían cambiado en absoluto. Sus auras grises seguían emanando los mismos colores fríos y las mismas sensaciones de desagrado.

La noche que nevó en Roma [Damiano David]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora