VII.

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-¿Quien anda?- preguntó un hombre robusto y maduro. Su voz indicaba que era un hombre curtido por su profesión.

-Abrid paso a vuestro príncipe, Reino de España, hijo de Imperio Español, la máxima autoridad en estas tierras- aproveche la luz de una antorcha para mostrar mi rostro teñido y, por si acaso, un anillo propio de la realeza. 

Claro que el sujeto no se dejo impresionar. Me miró con ojos llenos de sospecha y yo no lo cuestionaría dado que también me preguntaría porque un supuesto príncipe se presentaría en una prisión, solo con un caballo y bajo el manto de la noche. 

Aparte del anillo, mostré de mi cinto un costal de oro y una espada. 

-¡ABRID LAS PUERTAS!- gritó el hombre- Bienvenido Su Majestad, espero también disfrute de su estancia. 

Sus últimas palabras me confundieron, más ajuste mi capa e indique a mi caballo para que avanzara. 

El lugar era horrible, feo y bárbaro. Estaba seguro que el arquitecto al que se le encomendó construir la fortaleza estaba moribundo y enojado con la vida, pues se había limitado a poner piedra sobre piedra y formar cubos asemejando a un edificio. 

Incluso la calidez de la noche era mutilada en ese lugar. 

-Señor- un niño indio aprecio de pronto, con los ojos cansados, y tendió una mano para cuidar del caballo. 

Baje de la montura y le entregue las riendas, lo seguí con la mirada hasta que se perdió en la noche, solo entonces, me anime a caminar dentro de la estructura. 

Esta vez, me tope con un hombre anciano dormitando en un escritorio, en lugar de armadura, usaba ropas amplias y gruesas, impropias a su labor pero si para su comodidad.

-Buenas noches. 

-¡Ah! ¿Ee? Eeehh...-  temí por un momento haberlo matado de un susto, más el anciano se recupero pronto de la impresión- ¡Su Excelencia!- y rápido se puso de pie para reverenciarme. 

-No es necesario- indique con una mano que se levantase, tampoco corregí el titulo mal asignado. "Su Excelencia" era para mi padre, el emperador, yo entonces me llamaban "Su Majestad", por ser príncipe y no rey-. He venido a...

-Si, si, enseguida lo llevo- fruncí el ceño, pues no esperaba que un adivino tuviese a bien de atenderme e indicarme el camino. 

Guarde silencio mientras lo seguía por las paredes de piedra, solo una pequeña antorcha guiaba nuestros pasos. Me sorprendía que el anciano, más viejo que la misma tierra, fuera tan preciso en sus movimientos. Eran los pasos de un hombre que nunca han pisado otra cosa que no sea la piedra ni recorrido otros caminos que no fueran los de ese lugar. 

¿Sabes que es peor que los calabozos en si? El olor. La enfermedad, la mugre y los deshechos humanos no tienen comparación en la escala de lo inmundo. Ni siquiera disimule y tape mi boca y nariz, esperando apaciguar el hedor que amenazaba con hacerme vomitar. 

Continuamos un tramo más, una escalinata nos sacó a la parte trasera, con un barranco a la derecha y una cuerda endeble que servía nada más para marcar el limite de la vida y la muerte. 

Por fin, llegamos a otro edificio, un tanto más limpio y alto, pero igual de tenebroso. 

-Adelante, Su Excelencia- el anciano sacó una llave y abrió la pesada puerta de hierro. 

La sorpresa fue la primera en darme la bienvenida. ¿Cómo explicar lo que era esa habitación? Era una extraña mezcla de patrones y colores, de muebles y camas adornadas con sobriedad, y telas tejidas esparcidas por el espacio. Una especie de dormitorio combinado con una sala, jamás había visto algo así.

Con amor, EspañaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora