VIII.

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Para infortunio mío, las visitas al harem de Imperio no lograron ser tan frecuentes. Siento que la mayor desgracia fue que nunca pude reunir a mis hermanitos con quienes más amor les podrían haber mostrado. 

Mis días pasaban con relativa normalidad, mientras los nuevos tutores y maestros me relevaban en la educación de las colonias, por fin pude disponer de tiempo para fomentar mi ocio. 

-¿Por qué usted no esta en la biblioteca?- Me cuestionó Insular del Caribe, cargando un pesado volumen de geografía en las manos.

-Porque lo que vos aún no habéis aprendido, yo ya lo sé- le respondía con malicia. Ya se, ya se, ¿qué clase de persona se glorifica haciendo de menos a una niña? Pues este príncipe carente de escrúpulos.

Por las tardes, hacía suspender las clases de mis hermanitos para invitarlos a comer en los jardines o pasear en los caballos. A veces los niños me desafiarían con sus sables de madera mientras las niñas me ofrecían sus pañuelos burdamente bordados. 

Creo que esos días fuimos felices. Claro, habían gritos, llantos, peleas y malas palabras, pero también abrazos, bromas y palabras de aliento. Cuando no tenía que educarlos, era cuando mejor convivíamos. 

Sonrió al pensar como pasábamos tiempo en las cocinas, ¿un príncipe cocinando? ¡Y encima siendo una representación! Para ese punto, toda la población del castillo era inmune a las locuras de mi joven yo. 

Fue Imperio Español quien inculcó en mi la curiosidad, tenacidad y amor por la buena cocina. ¿Os sorprende? Viendo el pasado, antes de "eso" él era un buen padre. 

Lo intentó ser por mucho tiempo después pero yo no se lo permití. Fuera injusto o no mi actuar lo dejo al juicio de otros, más no tengo interés en saber sus sentencias, regaños o confortantes palabras.

Y, sin embargo, por mejor clima se de para la cosecha, el agricultor siempre se prevé para la sequía y la tormenta. Algo que yo fallé en anticipar.

Fue un domingo, después de ir asistir a la iglesia y mientras comíamos alguna fruta, que un par de sirvientes se presentaron escoltando a un hombre de porte distinguido. 

Heraldos de malas noticias y el verdugo de mis tranquilos días. 

La misiva era corta, impositiva e indiscutible, no solo mi padre, sino también los reyes, la corte y hasta el mismísimo Papa exigían mi pronto regreso al territorio español.  Dejando en mi dos desagradables opciones: subir al barco por voluntad propia o cargado por un par de guardias.

Solo un mes y pocas semanas habían bastado para que me enamorara de estos parajes tropicales y variados. Mi estancia se limitó al centro de la Nueva España, antónimo a mi intensión inicial de recorrer la totalidad de las tierras colonizadas, pero solo eso me bastó para comprender las maravillas del Nuevo Mundo.

El tiempo se había acabado y yo debía regresar a casa en dos días. 

Mis hermanitos iban y venían en mi habitación, mirando curiosos como los sirvientes doblaban mis prendas y envolvían algunos de mis objetos.

-¿Te vas?- me preguntó por fin Chile, con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Los niños dejaron de correr para escuchar mi respuesta. 

-Sus Altezas, nuestros reyes lo han pedido, e Imperio Español, nuestro padre, así lo ha demandado- respondí conteniendo la bilis que amenazaba con subir por mi garganta. 

-Pero...- Nueva Granada presiono su falda con sus puños- ¡No puede irse!

-¡No te vayas!

-¡No!

Ahora tenía a siete niños berreando y colgándose de mis piernas, como si con eso lograrían mantenerme soldado en sus vidas para siempre. Ojala hubiese funcionado. Solo Chile parecía consciente de la inutilidad de tal acto, su pequeña figura permanecía de pie, en la misma posición ceñuda.

-Dejadme un rato a solas con ellos- solicite a los sirvientes, quienes dejaron todo y acataron con rapidez mi orden.

Me senté en la cama y ellos me siguieron. Mis hermanitas se peleaban por sentarse en mi regazo.

-Volveré, os prometo eso- solté sin realmente estar seguro de mis palabras, solo quería consolarlos.

-No quiero que te vayas, cuando estas aquí, nadie nos pega ni castiga- berreó Perú. 

Esas palabras inundaron mi corazón de miedo, ira y congoja, pero también de arrepentimiento y culpa. En lugar de gastar mi estancia como un libertino, debí hacer algo para garantizar la seguridad de mis hermanitos. Fui irresponsable.

-Escuchadme bien- me levante y espere un poco a que se calmaran- Nadie tiene derecho de haceros nada. Sois colonias del Imperio Español, son sus hijos e hijas, a ustedes os cubre protección de la corona. 

-Pero... somos bastardos, nadie nos respeta- rebatió Rio de la Plata, sus ojitos dorados inyectados de rabia.

-Si, lo son- no valía la pena negar la realidad de su origen- Sois bastardos, engendros del pecado, evidencia del adulterio y consecuencia del libertinaje de vuestras madres- los niños se hundían más y más con cada palabra- ¿y qué? Ustedes lo saben, es vuestra cruz. Así como la gente me mira y me llama un "príncipe sin cerebro y falto de decoro", yo continuo con la cabeza en alto porque yo se quien soy y tengo confianza en mi y en Dios para guiar mis pasos. Conoced vuestra cruz y nadie podrá usarla en vuestra contra. 

-Mis niños, deben ser fuertes y recordad quienes son, deben rezad mucho para que la Providencia os proteja. Yo intentaré ayudaros desde casa, pero ustedes deben prometerme que seguirán aprendiendo, creciendo y que no permitirán que nadie pise vuestro honor.

Las niñas eran un mar de lagrimas mientras asentían con sus cabezas, mientras mis hermanitos se hacían los fuertes y aguantaban las suyas. Excepto Perú, ese chiquillo nunca ha sido bueno para ocultar sus verdaderos sentimientos.

-Me aprenderé el abecedario correctamente- sollozaba Venezuela, aferrada a su gemela- así podre escribiros cuando me plazca. 

-Moriré de viejo antes de que eso pase- intente bromear y fallé-. Esperaré con asías vuestras cartas, mis niños- corregí y esas palabras les agradaron más.

En esos dos días tuve que hacer lo que un mes y medio había relegado, garantizar el cuidado de los menores. Hice prometer a los virreyes de la Nueva España que mantendrían las clases para su colonia, así como procurarle la atención apropiada para la nobleza. A regañadientes accedieron, con la condición de que fuera la virreina la encargada directa de supervisar su educación. 

Envié cartas a los demás virreyes y gobernadores del nuevo mundo, con similares instrucciones y advertencias. ¿Qué porque lo hice si mis hermanos estaban congregados en un mismo territorio? Porque sabía que no sería así por mucho tiempo. 

Mi padre como explorador y regente fue excelente, más su nivel estratégico nunca fue relevante, podía asesorar a los reyes y ministros pero rara vez se hizo caso de sus planes militares. Un dato de color sería resaltar que mi madre solía derrotarlo con cierta facilidad en cualquier juego de ajedrez, al igual que yo. Sabía, por lo tanto, que estaría frustrado, enojado y temeroso de que sus colonias, al ser educadas y recobrar su sentido del honor, pudiesen formar una unión, así que mandó a regresar a los niños a sus territorios originales. 

Mientras yo zarpaba del puerto, los niños eran metidos en carruajes y otros barcos para no volverse a ver en mucho tiempo. 

Separar y vencer, una estrategia simple pero efectiva. Mi padre había mostrado un brillo efímero de inteligencia que mantendría la vigencia de su imperio por varios siglos. 

Sin embargo, al igual que Cronos tratando de evitar la profecía de Urano, por más que corriera, los días de mi padre estaban marcados y serían sus hijos quienes le pondrían un final.


Con amor, EspañaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora