Capítulo 1

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Había un demonio en el McDonald’s.
Y tenía muchísima hambre de Big Macs.
La mayoría de los días, me encantaba mi trabajo de después del instituto.
Identificar a los desalmados y a los condenados normalmente me provocaba un cosquilleo cálido y agradable. Incluso me había impuesto una cuota mínima por puro aburrimiento, pero aquella noche era diferente.

Tenía que planear un trabajo para mi clase de Inglés Avanzado.

—¿Vas a comerte esas patatas? —me preguntó Sam mientras tomaba un puñado
de mi bandeja. El pelo castaño y rizado le caía sobre las gafas de montura metálica—. Gracias.

—Mientras no le quites el té dulce… —dijo Stacey, que le dio un golpe en el brazo
a Sam, provocando que unas cuantas patatas cayeran al suelo—. Perderías el brazo entero.

Dejé de dar golpecitos en el suelo con el pie, pero mantuve los ojos fijos en la
intrusa. No sabía qué les pasaba a los demonios con las hamburguesas, pero, joder, les encantaba ir allí.

—Ja, ja.

—¿Qué estás mirando tan fijamente, Layla? —Stacey se giró en el reservado y miró a nuestro alrededor, al local de comida rápida abarrotado de gente—. ¿Hay algún tío bueno? Si es así, será mejor que… oh. Vaya. ¿Quién sale a la calle vestida de esa
manera?

—¿Qué? —Sam también se giró—. Vamos, venga ya, Stacey. ¿Qué más da? No todo el mundo se viste de Prada de imitación como tú.

Para ellos, el demonio parecía una inofensiva mujer de mediana edad con un
sentido de la moda espantoso. Su pelo, de un apagado color castaño, estaba recogido
con uno de esos antiguos broches de mariposas color púrpura. Llevaba pantalones de chándal verdes con deportivas rosas, pero lo verdaderamente épico era su jersey. En la parte delantera había un perro basset hound tejido, y sus ojos grandes y bobalicones estaban hechos de hilo marrón.

Pero, a pesar de su apariencia corriente, la señora no era humana.

Aunque yo no era la más indicada para hablar.

La mujer era un demonio Impostor; su apetito voraz era lo que delataba la raza a la que pertenecía. Los Impostores podían comerse de una sentada la ración de comida de una nación pequeña.

Puede que los Impostores tuvieran aspecto humano y actuaran como tales, pero yo
sabía que aquella mujer podría arrancarle la cabeza a la persona que había en el reservado de al lado con muy poco esfuerzo. Sin embargo, su fuerza sobrehumana no era la auténtica amenaza. El verdadero peligro eran los dientes y la saliva infecciosa de los Impostores.

Eran mordedores.

Bastaba con un mordisquito para transmitir la versión demoníaca de la rabia a un humano. Era totalmente incurable, y en cuestión de tres días la víctima del Impostor se parecería a algo salido de una película de zombis, con tendencias caníbales incluidas.

Obviamente, los demonios Impostores suponían un gran problema, salvo que
consideres que un apocalipsis zombi es algo muy divertido. La única parte buena era que los Impostores escaseaban, y cada vez que mordían a alguien, su esperanza de
vida se reducía. Normalmente podían dar unos siete mordiscos antes de que hicieran
puf. Un poco como las abejas con sus aguijones, solo que peor.

Los Impostores podían adoptar el aspecto que desearan, así que no lograba
comprender por qué aquella llevaba un conjunto como ese.

Stacey hizo una mueca mientras la Impostora comenzaba a devorar su tercera
hamburguesa. No se había dado cuenta de que estábamos observándola. Los
Impostores no eran conocidos por sus sagaces poderes de observación, sobre todo cuando estaban ocupados con deliciosas salsas secretas.

El beso del infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora