Capítulo 20

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Salimos poco antes de la medianoche, y aparcamos a unas manzanas de distancia del monumento. Un Porsche como el de Roth atraería demasiado la atención, y estaba empezando a preocuparme que nos encontráramos con algún Guardián. Estarían fuera cazando demonios… demonios como Roth.

Fuimos por Constitution Avenue, y no me sorprendió la cantidad de personas que
había a esas horas de la noche. La mayoría eran humanos que iban de fiesta, pero
mezclados entre ellos había algunos que no tenían alma. Una mujer Esbirro, con el
pelo color vino recogido en una coleta alta, estaba pidiendo un taxi, lo cual me pareció
extraño. Junto a ella había un hombre humano, y me pregunté si sabría qué era lo que tenía al lado.

Mientras nos acercábamos al National Mall, la luna llena estaba alta en el cielo,
grande e hinchada. Roth me tomó la mano y yo le eché un vistazo.

—¿Qué? ¿Tienes miedo otra vez?

—Ja, ja. En realidad, nos estoy haciendo invisibles.

—¿Qué? —Bajé la mirada hasta mi cuerpo, esperando ver a través de mi pierna—.
No me siento invisible.

—¿Y qué se siente al ser invisible, Layla? —Su voz estaba teñida de diversión. Le
hice una mueca, y él me dirigió una sonrisita burlona—. El National Mall cerró hace como media hora. Lo último que necesitamos es un guardia de seguridad que se meta en nuestros asuntos.

No le faltaba razón.

—¿Ahora somos invisibles?

Me lanzó una rápida sonrisa y me llevó justo delante de dos hombres jóvenes que
estaban holgazaneando junto a la calle. Bajo la luz de las farolas, los extremos de sus cigarrillos emitían un resplandor rojizo cuando inhalaban. Caminamos hasta ponernos justo delante de ellos, tan cerca que podía ver el pequeño piercing que llevaba uno de ellos en la nariz. Ni siquiera pestañearon cuando Roth les hizo un corte de mangas; no hubo ningún tipo de reacción. Para ellos, era como si no estuviéramos allí.

Seguimos bajando la calle, y finalmente logré hablar.

—Eso mola mucho.

—Pues sí.

Cruzamos la ancha calle, y las partes superiores de los museos de arenisca se
asomaron por el cielo nocturno, lleno de estrellas.

—¿Haces esto de volverte invisible muy a menudo?

—¿No lo harías tú si pudieras? —preguntó a su vez.

—Probablemente —admití, tratando de ignorar lo cálida que sentía su mano en la
mía.

Unos nudos apretados se formaron en mi estómago cuando el Monumento a
Washington apareció ante nosotros. No tenía ni idea de lo que iba a pasar, y supuse
que habría trampas al estilo Indiana Jones para darnos la bienvenida.

Cuando llegamos al Monumento a Lincoln, la luna se encontraba detrás de una
gruesa nube y el estanque era enorme y oscuro, tranquilo como siempre. El estanque estaba rodeado de árboles, y el aroma húmedo y musgoso del río Potomac me inundaba la nariz.

Esperé hasta que el guardia de seguridad se moviera antes de hablar.

—¿Y ahora qué?

Roth levantó la mirada.

—Esperamos hasta que la luna vuelva a salir.

Un minuto y diez mil años después, la nube se movió y la luz plateada de la luna
apareció centímetro a centímetro. Tragué saliva con fuerza mientras observaba el agua, preguntándome si realmente habíamos encontrado el lugar correcto.

El beso del infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora