siete

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La tienda estaba medianamente vacía cuando llegó. No se trataba de un supermercado grande ni de un almacén pequeño, era el típico mercadito de barrio al que se iba por cosas de emergencia o golosinas a las tres de la mañana.

Y estaba convenientemente cerca de la escuela.

Se paseó por los pasillos, tomándose su tiempo. No tenía apuro alguno en volver al orfanato, así que se dedicó a observar y coger uno que otro paquete de patatas fritas para esconder en su armario.

No traía mucho dinero, solo lo que le había dado la directora para comprar los arándanos y cinco dólares que le pertenecían a ella y pertenecían a los veinte mensuales que le enviaba el gobierno por ser huérfana y estudiante.

En serio le urgía conseguir empleo.

—¿Elle? —maldijo para sus adentros al oír aquella voz, volteando lentamente para encontrarse, efectivamente, con los ojos claros de Lorraine Warren— ¡Elle! Hola, querida.

—Hola, señora Warren —saludó, sonriendo incómoda.

—¿Cómo estás? No hemos sabido de ti desde el domingo, Sophie dijo que estabas enferma.

Eleanor no se había esperado que Sophie mintiera por ella, pero lo agradecía. Aunque tenía claro que la mujer sabía que esto era una mentira, y solo preguntaba para ser cortéz.

—Ya estoy mejor —respondió, encogiéndose de hombros— Solo fue un resfriado.

Lorraine asintió, viéndola con cuidado, como analizándola— ¿Entonces vendrás este sábado?

—¿Sábado? —se confundió, ellos la invitaban a cenar los domingos— ¿Qué pasa el sábado?

—¿Sophie no te lo dijo? —se sorprendió Lorraine, recuperándose rápidamente para responder— Judy las invitó a pedir dulces con ella.

—Ah... —Eleanor solo quería desaparecer allí y en ese mismo instante— L-lo siento pero no puedo. Tengo un compromiso.

El señor Warren tendría que haberle dicho sobre lo que había pasado. ¿Verdad? No había razón para que no lo hubiese hecho y el simple hecho de que ella supiera la hacia sentir increíblemente incómoda.

—Eleanor... —comenzó a decir la señora Warren, intentando tocar su brazo.

La pelinegra dió un paso hacia atrás, dedicándole una exagerada sonrisa— Ya debo irme, aún debo comprar un par de cosas más —dijo, alejándose lentamente— ¡Adiós! —se despidió, girando en su lugar y desapareciendo en dirección al pasillo de las frutas.

Ya no le importaba llegar demasiado temprano al orfanato con tal de dejar la tienda; cogió dos cajitas de arándanos y pagó, marchandose a paso apresurado, sabiendo que nadie la miraba pero sintiéndose observada de igual forma.

eleanor rigby ○ el conjuro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora