veintitrés

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—Un, dos, tres... Toca la pared —enunció suavemente, volteando enseguida.

Su corazón latía desbocado, su respiración acelerada. Los niños habían avanzado unos cuantos pasos, pero no estaban cerca aún. Se giró hacia la pared otra vez y repitió las palabras.

Cuando se volteó, ya estaban un poco más cerca.

Miró nuevamente el muro y respiró hondo, dándose aliento— Un, dos, tres... Toca la pared.

Sintió una mano tocar su espalda y, cuando volteó, todos los niños habían echado a correr, estallando en carcajadas. Corrió tras ellos, maldiciendo cuando uno por uno desaparecieron frente a sus ojos.

—¡Mierda! —exclamó, frustrada— ¡Necesito esas putas herramientas!

Estaba a punto de maldecir otra vez cuando un estruendo proveniente de la cocina la hizo saltar.

Se tomó un momento para calmarse antes de ir allí, encontrándose con miles de trozos de vidrio en el suelo, la vieja vitrina donde se guardaba la vajilla destrozada.

Y el gran hacha que habían utilizado hace horas, sobre la mesa.

—Vale... Gracias —dijo en voz baja, tomando el objeto firmemente entre sus dedos.

Tener el hacha en sus manos ayudó con su ansiedad. Se sintió un poco más segura de que podría lograrlo, así que, con esta nueva y recargada decisión, caminó a las escaleras.

Subió hasta los escalones que estaban exactamente por encima del pequeño cuarto de los artículos de limpieza y empezó, con fuerza que no sabía que poseía, a cortar.

Astillas saltaban a medida golpeaba la madera de la escalera. Se tardó al menos un tercio de hora, pero lo logró. Un agujero lo suficientemente grande como para pasar.

Intentó mirar hacia dentro, pero todo era oscuridad. Fue rápidamente a la cocina y regresó con una caja de fósforos, encendiendo uno e intentando mirar otra vez.

No lograba distinguir mucho más que otro juego de escaleras que iban más abajo dentro de la propiedad y hasta donde esperaba se encontrara la habitación de su visión. Pudo darse cuenta de que el salto sería bastante peligroso, como se había imaginado, pero ya había llegado muy lejos como para retractarse.

Guardó los fósforos en su bolsillo y tomó aire una, dos, tres veces, convenciéndose a sí misma de lo que estaba a punto de hacer y, cerrando los ojos, se lanzó.

Intentó caer de pie, pero carecía de la gracia felina necesaria para hacerlo. En cambio, aterrizó sobre su costado y rodó escalones abajo, llenándose el cuerpo y cabello de tierra y telas de araña.

Comenzó a toser, tanto por la falta de aire gracias a los golpes como por el polvo que se había colado a sus pulmones. Le tomó un momento, sintiendo que se ahogaba, pero logró recuperar el control de su respiración.

Cuando por fin pudo respirar bien se vió entorpecida por un nuevo desafío: ponerse de pie tras esa caída. Apoyó las manos en el suelo y ahogó un grito. Un dolor punzante le había subido por los dedos de la mano derecha, llegando a su hombro. Maldijo, impulsándose solo con la mano izquierda para levantarse.

Sacó los fósforos de su bolsillo y encendió otro, mirando alrededor. Estaba, efectivamente, en la habitación que había visto en su visión, aunque claro, ahora estaba extremadamente sucia y deteriorada por los años de abandono.

Tuvo que encender otro fósforo, adentrándose más en el cuarto. Encontró un escritorio en una esquina: sobre el solo encontró algunos lápices, hojas en blanco y una vela derretida hasta la mitad. Pero, la pared contra la que estaba el mueble se encontraba llena de dibujos bastante preocupantes. Pudo reconocer en ellos a los niños, cuyos rostros estaban rayados con rojo y negro, además de mujeres con los uniformes del orfanato, a quienes habían dibujado sin algún ojo o extremidad.

eleanor rigby ○ el conjuro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora