dieciocho

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Había pasado una semana desde que habían podido investigar; no habían logrado dar con el cerrojo que debían de abrir con la llave otorgada por los niños, pero su fin de semana de detectives no había sido en vano. Tenían bastante material, tanto en vídeo como también en fotos y audio, que eran prueba suficiente de que algo estaba pasando, algo paranormal.

Eleanor no podía dejar de pensar en la llave, la cual colgaba de su cuello en una vieja cadena de plata bajo su ropa, protegida de ojos indebidos, como los de cualquiera de las mujeres Griffin.

Y es que ambas mujeres no habían sido más que insoportables desde que los Warren y Drew se habían ido. No solo la trataban como a la peste, sino que se aseguraban de recordarte diariamente el poder que tenían sobre ella; podían mandarla a otro orfanato si se les daba la gana.

Pero no parecía que eso fuera a suceder en algún momento pronto, no. Ambas mujeres, incluso la anciana, parecían regocijarse en la simple idea de hacerle la vida imposible. Le daban más tareas de lo normal, tantas que no había momento del día en que pudiese tomar un respiro en paz, estaba siempre moviéndose. Había llegado al punto en que incluso estar en la escuela era más pacífico.

Sophie lo notaba. Notaba las aún prominentes bolsas bajo los ojos de su amiga, y sabía que algo malo pasaba pues, como nunca antes, los Warren preguntaban constantemente por la pelinegra, que no había tenido oportunidad de visitarlos desde la última vez que se vieron.

A Ed y Lorraine no les sorprendía. Las cosas habían sido muy tensas el domingo que se fueron; Griffin no les dirigió la palabra para nada más que decirles que no tenían permitido volver a poner un pie en su propiedad y, aunque Ed había querido pelear ahí mismo, una sola mirada de Elle y Lorraine lo habían detenido, provocando una sonrisa satisfecha en los labios de la directora.

Que la vieja agradeciera que Ed Warren era un caballero.

Pero ese no había sido el momento de mayor tensión. El segundo en que Griffin vio a Drew pareció que la habitación bajaba un par de grados. La mujer lo reconoció casi al instante como el supuesto compañero de clase de Elle, comprendiendo enseguida que eso no había sido más que una fachada.

No dijo nada entonces, pero en cuanto los investigadores y el chico estuvieron fuera de los terrenos, y los demás niños en el patio, Mary Griffin se plantó frente a Eleanor y le estampó la palma de la mano en la mejilla.

Eleanor ya no estaba ni sorprendida.

Pero no volvió a tocarla. No ese día, al menos. No fue hasta la tarde siguiente, cuando Elle entraba por la puerta después de una larga jornada escolar.

Griffin parecía haberla estado esperando, pues apenas la cabeza de Elle se asomó por el salón la mujer la tomó fuertemente del cabello, jalando de el para llevarla hasta la cocina.

—¿Estuviste en la despensa? —le preguntó bruscamente, prácticamente acorralándola contra la mesa.

—Sí —respondió Elle enseguida, confundida y algo asustada por la intensidad en la mirada de la mujer— Fui por un poco de azúcar...

—Pues ni eso sabes hacer bien —bufó la mayor, cruzándose de brazos— hay hormigas por todas partes. Ve a limpiar. Ya.

Elle maldició para sus adentros, recordando entonces el caminito que había creado cuando tomó la bolsa del azúcar, que tenía un pequeño agujero abajo. Se había dicho a sí misma que lo limpiaría, pero jamás regresó a hacerlo.

Asintió, dejando la cocina por la puerta que daba al patio trasero y caminando la corta distancia hasta la pequeña casita que hacía de despensa. Encendió la luz y miró el suelo, gruñendo cuando vió que era cierto: miles de hormigas y algunos otros insectos habían hecho de su torpeza un festín.

Se movió hasta cruzar el pasillo donde estaban las calderas y tomó una escoba y una pala, comenzando a limpiar todo con una mueca cada que sentía como un bicho se le subía por la pierna.

Cuando terminó se aseguró de sacudir un poco también, para que luego Griffin no tuviera algo que recriminarle. Tiró todo lo que había barrido a una bolsa y dejó las cosas nuevamente en su lugar, dejando la despensa y botando la bolsa en el basurero tras la casa antes de regresar.

Griffin la esperaba en la cocina, lista para darle más órdenes. Y así siguió por el resto de la semana, una agotada y demacrada Eleanor ahora en su cama una tarde de viernes, respirando con algo de tranquilidad luego de que las luces se apagaran por todo el orfanato, dándole algo de la paz que tanto añoraba.

Una vela sobre su mesa de noche la iluminaba mientras pasaba las páginas de una revista que Sophie le había obsequiado. No prestaba demasiada atención a lo que leía, pero servía de distracción y para desacelerar a su cerebro un poco antes de intentar dormir.

Minutos después dejó la revista de lado, pero no apagó la vela aún. Miró el techo, su mano izquierda bajo su cabeza mientras la derecha descansaba sobre su pecho, sus dedos jugando con la llave que colgaba de su cuello.

Sin quererlo comenzó a pensar de nuevo en la llave y en cómo, incluso después de haber probado con cada puerta, baúl o vitrina dentro del orfanato, nada coincidía. Era una simple llave, llave que no abría absolutamente nada.

No creía entender del todo el juego de los niños. Había encontrado todas las cosas gracias a una pequeña pista según el lugar en que estaba el objeto anterior, como una especie de búsqueda del tesoro. El tesoro siendo, asumía Elle, lo que fuera que estuviese tras el cerrojo que la llave entre sus dedos podía abrir.

Y los niños querían que fuera ella quien encontrara el tesoro. Le habían dado todo para hacerlo, y aún así no lo conseguía.

La frustraba, pero no podía dejar que su nula tolerancia a la frustración la detuvieran. Debía dar con el tesoro.

Había encontrado un lápiz donde debía estar su cepillo de dientes, y cuando devolvió el lápiz a su lugar, había encontrado un broche. Cuando regresó el broche, había en su lugar una cuchara de palo.

La cuchara de palo se guardaba en la cocina, y ahí había encontrado uno de los ovillos de lana con los que tejía la madre de la directora. Y, cuando había querido ponerlo en su lugar, había encontrado los muñecos de los niños.

Cubiertos de azúcar.

Se sentó de golpe sobre su cama, la llave aún entre sus dedos. Miró la llave, recordando que la había encontrado dentro del azucarero, el azucarero que había rellenado ella misma cuando...

La despensa.

Se levantó deprisa, poniéndose los zapatos y un abrigo antes de dejar la habitación, bajando las escaleras con especial cuidado de saltarse los escalones que sabía que crujían. Se llevó consigo la vela de su mesita de noche, esperando que fuese suficiente para iluminar su camino desde la cocina por el patio y hasta la despensa.

Cuando entró cerró la puerta tras de sí, sus ojos saltando por todas partes, buscando algún baúl o repisa que tuviese un cerrojo.

Su corazón dió un vuelco cuando los vió: cinco candados que mantenían cerradas cinco calderas.

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1/3 maratón de Halloween.

no olviden comentar y votar, los demás capítulos estarán durante el día.

besitos ♡

eleanor rigby ○ el conjuro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora