III - Después de la tormenta viene la calma

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El camino con Élodie en brazos hasta el cuchitril donde me alojaba me había dejado exhausto

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El camino con Élodie en brazos hasta el cuchitril donde me alojaba me había dejado exhausto. Aquella noche, como muchas otras, las farolas de la calle tampoco habían sido encendidas; los operarios solían olvidarse de encender esta parte de París, el distrito olvidado de la ciudad.


Dejé a la francesa en el suelo al llegar a la puerta de mi edificio, moví un peldaño mal colocado de la pared y saqué las llaves. Agarré a Élodie por la muñeca para que no saliera corriendo y, fundiéndonos con la oscuridad, llegamos a mi apartamento donde un par de cucarachas correteando por el comedor nos recibieron. Cerré la puerta tras nosotros con un ruido sordo y obligué a mi invitada a sentarse en el sillón mientras nos servía algo de beber.

—Toma —le tendí una copa de vino barato—, es lo mejor que te puedo ofrecer.

Merci —contestó cogiéndola y dando un sorbito.

Un rastro de lágrimas recorría sus mejillas; ambos estábamos afectados por lo que acababa de suceder, pero cada uno lo exteriorizaba de diferentes maneras. Yo camuflaba con aparente tranquilidad la rabia que sentía hervir en mi interior, cociéndose a fuego lento para emerger en cualquier momento, mientras a ella le consumía la tristeza.

Tomé asiento a su lado y dejé mi copa de vino sobre una mesa antigua de roble cubierta por un mantel andrajoso repleto de quemaduras de cigarrillo. Decidí encender un puro a medio fumar que reposaba sobre la mesa y me acomodé en el sillón. Élodie miraba a la nada, inmiscuida en sus propios pensamientos que muy posiblemente tendrían que ver con la muerte de nuestro amigo Clément.

—Élodie...

—No —me calló—, no quiero hablar ahora.

—Lo entiendo, pero...

—Luke, s'il te plaît. —Volvió a cortarme y se levantó para acercarse a la ventana.

Seguí su hermosa figura con la mirada y me quedé observando cómo miraba hacia el exterior sin poder divisar nada en absoluto, pues las únicas luces perceptibles provenían del estrellado cielo y no iluminaban lo suficiente como para distinguir siquiera los adoquines de la calle.

Después de la tormenta viene la calmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora