V - Un clavo no saca a otro clavo

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Fueron unos pocos días los que pasamos rodeados por el vasto mar desde que nos decidimos a embarcar rumbo a Inglaterra

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Fueron unos pocos días los que pasamos rodeados por el vasto mar desde que nos decidimos a embarcar rumbo a Inglaterra. Las gélidas temperaturas nos habían acompañado durante las largas noches del trayecto siendo a su vez opacadas por el soporífero fuego que el sol proyectaba en las mañanas. Mientras que algunos tripulantes habían caído enfermos, nosotros habíamos logrado resistir ante aquellos bruscos cambios de temperatura.

Élodie emitió un ligero gruñido a mi lado, haciéndome abrir los ojos con lentitud, preocupado por su comodidad. El capitán había avisado horas antes de la inminente llegada a tierra, por lo que habíamos decidido dormir en cubierta, arropados con gruesas mantas, para observar el último amanecer desde el barco. Por supuesto, no habíamos tenido en cuenta la incomodidad que aquello supondría. Además del dolor que los hematomas esparcidos por todo mi cuerpo me seguían ocasionando, ahora cargaba también con un dolor de espalda que me perseguiría durante días, pues, como buen caballero, mi prioridad había sido que Élodie descansara lo más plácidamente posible sobre mi cuerpo.

Estiré mi brazo izquierdo para abrazarla en el mismo momento en que el sol hacía su aparición y la zarandeé con suavidad para que despertara. Un sensacional regocijo me inundó al ser consciente de que estaba observando el amanecer junto a la mujer que había devuelto la calidez a mi vida. Élodie se incorporó, entusiasmada, apoyando su espalda contra el frío metal del navío, y sonrió. No pude evitar sonreír con ella, pues acababa de despertarse y ya transmitía felicidad y alegría.

—He soñado con Inglaterra —me dijo mientras estiraba sus brazos y cuello—, si es tan bonito como en mis sueños, no querré marcharme nunca —añadió, advirtiéndome.

—¿No echarías de menos Francia? —pregunté, incorporándome también y riéndome.

—No lo creo —contestó pensativa.

—¿No lo crees?

—No creo que se pueda echar de menos a un lugar. —Me miró—. ¿Tú echas de menos Maryland?

Sostuve su mirada, algo perdido, rebuscando la respuesta por mi cabeza. Maryland me vio nacer, me vio crecer y me vio marcharme en varias ocasiones para después volver. No podía negar que tras mis numerosos viajes por negocios siempre había sentido la imperiosa necesidad de regresar a casa, pero aquello se veía claramente influenciado por cierta señorita de la que en esos momentos no quería acordarme.

Después de la tormenta viene la calmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora