IV - Más terca que una mula

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—B-buenos días, s-señorita Evans —me saludó el maestro Callaghan con una tímida sonrisa y una tierna mirada que escondía bajo sus lentes

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—B-buenos días, s-señorita Evans —me saludó el maestro Callaghan con una tímida sonrisa y una tierna mirada que escondía bajo sus lentes.

Mis sobrinos, los cuales permanecían agarrados a mí, parecían haber pasado desapercibidos ante su profesor. Me fijé en el resto de señoras y señoritas que nos rodeaban, cuchicheando ante un posible romance que ellas mismas habían inventado, antes de corresponder su saludo:

—Buenos días, señor Callaghan. —Sonreí, apiadándome de sus pobres nervios.

Escuché risitas suspicaces a mi espalda y puse los ojos en blanco.

—B-brilla u-usted como el s-sol de la mañana, mi querida d-damisela —tartamudeó él sin ser consciente de las miradas desaprobatorias que nos dedicaban.

Aun estando acostumbrada a sus habituales cortejos, no pude evitar sonrojarme. Patrick Callaghan podría no ser el hombre más atractivo del condado, con un pelo algo largo y descuidado, unas pecas que se esparcían por todo su rostro y unos anteojos que apenas resaltaban sus ojos avellana; pero su inteligencia y personalidad eran de admirar. Aun así, su humilde condición, factor importante en la sociedad de Baltimore, anulaba cualquier oportunidad que pudiese creer tener conmigo.

Pero, aun siendo incapaz de mirarme a la cara cuando me dedicaba tan hermosas palabras, él no desistía en sus intentos. Cada día tenía nuevas lisonjas que ofrecerme, pareciese que las planeara antes de dormir, y aunque no pudiese demostrar mi gratitud en público, internamente agradecía que me alegrase las mañanas.

No iba a darles el gusto a aquellas malas víboras que se habían agrupado, expectantes ante mi respuesta, de ser su entretenimiento; así que opté por sonreírle y asentir, dejándole a mi adulador entrever mi decisión por zanjar la conversación. Patrick pareció entenderlo, porque levantó su mirada del suelo para fijarse en el grupillo que cuchicheaba a mis espaldas y, con un leve gesto de su mano, nos permitió pasar a mis sobrinos y a mí al aula.

Acompañé a los pequeños hasta sus pupitres y les hice prometer que se portarían bien; Alice asintió y tomó asiento y Willy, creyéndose más astuto que su tía, cruzó sus dedos por la espalda antes de seguir los movimientos de su hermana. Negué con mi cabeza y sonreí al pensar en el martirio diario que debía aguantar Patrick con aquellos niños traviesos a los que debía tratar de enseñar, mas no educar; aunque, en nuestro caso, por mucho que intentásemos educar a Willy, nos era misión imposible. Que su madre hubiese huido con su nuevo amante, abandonándole, tampoco era de gran ayuda.

Después de la tormenta viene la calmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora