VII - El vals del amor

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Los primeros rayos de la mañana se colaban por la ventana, los pájaros entonaban esa alegre melodía a la que estaba empezando a acostumbrarme y mi sol particular descansaba plácidamente sobre mi pecho

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Los primeros rayos de la mañana se colaban por la ventana, los pájaros entonaban esa alegre melodía a la que estaba empezando a acostumbrarme y mi sol particular descansaba plácidamente sobre mi pecho. Con mis ojos entrecerrados, podía ver la cabeza de Élodie moverse al son de mi respiración, y, sin poder evitarlo, las comisuras de mis labios se arquearon en una sonrisa.

Felicidad, esa era la sensación que había comenzado a arraigarse en mi pecho desde hacía casi dos semanas, cuando Élodie decidió concederme una segunda oportunidad. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que estaba yendo por el buen camino, que me estaba enderezando y encauzando el rumbo de mi vida.

Acaricié la espalda desnuda de mi compañera en un movimiento ascendente hasta llegar a su corta melena, y coloqué un enorme mechón de pelo tras su oreja. Correspondió a mis caricias con una sonrisa adormilada y sus ojos se abrieron con lentitud hasta dar con los míos, sonriéndome también con su mirada.

Bonjour, chéri —dijo antes de posar sus carnosos labios sobre mi boca.

Fue un casto beso de buenos días que no tardé en profundizar mientras me colocaba entre sus piernas. Una vez sobre su cuerpo, tomé sus muñecas para colocarlas a ambos lados de su cabeza, reteniéndola allí conmigo. Mi boca descendió hasta su cuello, donde me recibió su dulce aroma floral a jazmín.

Mon soleil —susurré contra su oreja—, tu me rends fou, tu le savais?

Aquello hizo que Élodie soltara una ligera risita antes de atrapar de nuevo mis labios. No podía negarse que entre nosotros dos saltaban chispas en cada encuentro, nuestra química era única, y eso ya era mucho decir con la cantidad de mujeres que habían pasado por mi cama.

La faena quedó interrumpida cuando la puerta se abrió de golpe, chocando contra la pared y dejando paso a un alocado Elliot que venía corriendo en nuestra dirección. Tuvimos que separar nuestros cuerpos a una velocidad desmedida por el susto mientras recolocábamos las sábanas entre risas y carraspeos.

—¡Tío Luke, tío Luke! —gritó aterrizando en nuestra cama de rodillas—. ¡Es hoy, es hoy! ¡Hoy llega la abuela con tía Gillian!

Su emoción descontrolada y toda su energía se vieron proyectadas en cada salto que pegaba contra el colchón, meciendo a su vez nuestros cuerpos con cada bote. A sus casi tres años de vida, había ya desarrollado a la perfección la característica vitalidad de su madre.

Después de la tormenta viene la calmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora