Capítulo I:

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Una más:

Inhumana, fría, cruel, despiadada, sin sentimientos...

Fueron esas algunas de las muchas frases que escuchó esa noche a modo de reproche por parte de las personas que decían quererla y aparentemente se proyectaban afectadas por la situación.

Ella, la más bella de todas sus muñecas por primera y última vez había dejado a un lado la calidez y el confort que siempre la caracterizaron para pasar a formar parte de la exquisita e inexpresiva belleza que nunca más volvería a contemplar.

Había decidido cambiar el fogaje de su casa por la imperturbable estabilidad que le brindaba la inmortalidad.

Y ¿quién no lo haría?

Sería hipócrita de su parte reclamarle su partida cuando ella misma lo había intentado cientos de veces.

A esas alturas no había nada que pudiera cambiar.

Solo le quedaba resignarse y tratar de grabar a fuego lento en su memoria cada pequeño detalle mientras tuviera la oportunidad.

Tenía que aceptarlo.

Había sido su decisión cerrar sus hermosos ojos.

Los mismos que en su día lo habían sido todo y en los que de a ratos se perdía imaginando un mejor futuro ya no estarían más.

Entonces armándose de valor.

Dejando de lado la ira y la nostalgia.

Expulsó todo el aire que había estado reteniendo en sus pulmones y la observó.

La sensación de asfixia fue tanta que creyó que se desvanecería ¿cómo era posible que aún en ese estado, cubierta con ese largo y delicado vestido azul marino con ondas blancas, negras y grises constituyera el único punto armónico de aquel tétrico y espacioso lugar?

Su sedoso cabello color café, iluminado por la tenue luz proveniente de alguna lámpara se deslizaba por sus pálidos hombros semidesnudos, cayendo en cascada y reposando sobres los que una vez fueron sus suaves y turgentes senos.

El cerquillo sobre su frente, enmarcaba a la perfección lo que alguna vez fue su alegre y colorido rostro. Ahora un poco pálido y apagado debido al formol, pero apenas visible gracias al magnífico trabajo de vestuario y maquillaje.

Le parecía tan maquiavélica la idea de que esa fuese su despedida.

La última vez que la vería.

La última en la que la volvería a contemplar.

Todo aquello parecía tan surrealista, tan efímero, tan irreal.

Una pesadilla.

Una de la que sin lugar a dudas le hubiese gustado despertar.

Porque sí que le dolía.

Y le dolía horrores.

Tal vez no fuera capaz de expresarlo tan efusiva y fervientemente como el resto de los demás, pero no por ello su sufrimiento era menos intenso, menos real.

Cada uno procesaba las emociones de manera diferente y no por ello eran menos ciertas.

Ninguno de los allí presentes tenía el derecho a reprocharle nada porque a ninguno de ellos le dolería un tercio siquiera de lo que le dolía o le dolería en unos años más.

Porque para ese entonces ya la noticia se habría olvidado y serían muy pocos los que siquiera la recordarían o la intentarían nombrar.

Era su pérdida, no la de ninguno de ellos.

Y sería ella y solo ella la que debía a partir de ese momento aprender a levantarse cada día y lidiar con su partida.

Porque esa era la verdad.

Sería esa su nueva realidad.

Esa noche, cuando todo acabó. Y una vez se hubo asegurado de que las pocas personas que quedaban se habían disipado se dispuso a subir las interminables escaleras que conducían a su recamara en compañía de su única y al parecer nueva mejor amiga.

La soledad.

Fue entonces y solo entonces, que desplomada sobre el piso del que alguna vez fue su cuarto, a orillas de la cama y frente al inmenso espejo de cuerpo completo que constituía más de la mitad de la habitación irrumpió en llanto y comenzó a llorar.

Y lo hizo.

Se permitió hacerlo.

Durante varios minutos que terminaron por convertirse en largas horas.
Fuerte, sin censura.

Lloró por todo aquello que una vez tuvo y perdió.

Por todos esos recuerdos, todos los planes, todas las ilusiones.

Por todas esas cosas tan maravillosas que pudieron ser y no fueron.

Por esa pequeña fracción de niña que quedaba en ella. Que a su lado solo conocía la felicidad y que de ahora en adelante era su deber y responsabilidad mantener viva a toda costa.

Porque ya no existía un nosotros.

Ya no eran dos.

Y aunque nunca habían sido tres.

Ahora solo era una.

Una de esas tantas que a partir de entonces tendría que aprender arreglárselas por sí sola para salir adelante y, tras contemplar lo que quedaba de ella en el espejo por fin lo entendió.

Después de tantos años luchando contra el mundo por ser única, diferente.

Tanto tiempo perdido que había invertido en esforzarse para que al final el resultado terminara siendo el mismo.

Porque así era.

Y aunque le doliera admitirlo de nada le valía mentirse a sí misma si el resto se mantendría igual.

Ya no existía ese lugar seguro.

Ya no era especial.

A partir de ese momento se había convertido en una más de esas pobres almas.

Una rota e incomprendida que vagaría sin rumbo hasta que llegase su hora, pero hasta entonces.

Hasta ese entonces.

Pasaría a formar parte de la masa hipócrita y mezquina que día a día crecía un poco más, para alimentar a la insaciable e insatisfecha sociedad.

Mi reflejo en el espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora