Capítulo XLV Resurrección

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 —Pues a ver si se olvidan de nosotros. Deberíamos marcharnos ya para Galilea —dijo.

—Hoy es sábado y no podemos —contesté.

—Es el día perfecto para marcharnos. Nadie nos seguirá.

—Yo no me muevo de aquí —dijo Juan—. Tengo mucho miedo.

Llegó el primer día de la semana y nosotros sin movernos de la casa de Marcos. Nadie se sentía con ánimo y, además, había que enterrar a Jesús, pero no sabíamos donde. De pronto llamaron a la puerta y la señora de la casa abrió. Entró María muy exaltada.

—¡Se han llevado al señor, se han llevado al señor!

—Tranquilízate, mujer. A ver, ¿qué ha pasado? —le dijo Simón Pedro.

—El cuerpo de Jesús desapareció del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.

Pedro y mi hermano Juan se levantaron como empujados por un resorte y salieron corriendo. Yo salí tras ellos y María detrás de mi. Cuando llegué al sepulcro mi hermano estaba dentro y Pedro en la puerta. Cuando entró Pedro se pusieron a discutir porque los paños de lino, con los que había sido amortajado, estaban en el suelo. Después de mucho discutir decidimos regresar a la casa del señor Marcos, pero María se quedó atrás.

Ya estando de nuevo en el salón y después de haber informado al resto del grupo permanecimos a la espera de tomar una decisión. Regresó María gritando otra vez:

—¡Jesús resucitó! ¡Está vivo, lo he visto y he hablado con él!

—¡Bah! Esta mujer no sabe lo que dice —dijo Tomás.

—Él dijo que tenía que resucitar al tercer día —dijo Pedro—. ¿Será verdad que ha resucitado?

—Las mujeres son muy crédulas, ¿le vas a hacer caso? —dijo Tomás.

—¿Por qué no? Jesús mismo dijo que resucitaría —dijo Jacob.

—Yo mientras no lo vea y no meta mis dedos en sus heridas, no creeré —dijo Tomás.

Me parecía muy raro lo de la resurrección de Jesús y también lo de que su sepulcro estuviera vacío. Volví a la tumba, que seguía abierta, y entré. Toqué la piedra dónde había reposado su cuerpo, tomé los paños entre mis manos y me los llevé a la nariz: era su olor. Aquellos paños habían cubierto su cuerpo, pero, ¿dónde está?

Entró Yosef de Ramatayim en el sepulcro y dio un respingo al verme.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi propiedad? —me dijo, huraño.

—Soy David Zebedeo, hermano de Juan y Jacob, apóstoles. ¿No se acuerda de mi? Bajamos el otro día juntos...

—Ah... ya me acuerdo, si. Pues, ha habido un error de comunicación, lo lamento muchísimo —dijo él.

—¿Un error de qué? No hay error alguno, Jesús resucitó —dije.

—¿Cómo estás tan seguro? Los guardias que custodiaron esta tumba me han dicho que ayer mismo retiraron el cuerpo de Jesús.

—¿¡Qué!? —exclamé sobresaltado.

—Ayer era sábado, pero para los romanos no es nada, ellos no lo respetan. Han cogido el cuerpo de Jesús y se lo han llevado.

—Pero... Teníamos que enterrarlo nosotros... —dije.

—Estás en un error, David... Los cuerpos de los ejecutados no son dados a la familia, sino que se entierran en una fosa común...

—¿Cómo dice? ¿Jesús en una fosa común? —pregunté escandalizado.

—Vengo de hablar con ellos. Dicen que ayer mismo retiraron el cuerpo de aquí. Este era un entierro provisional... pero... Pedí a Pilatos que me dejara disponer del cuerpo, con la intención de enterrarlo aquí para que, llegado el momento, os lo pudierais llevar. El parecía estar de acuerdo, sin embargo... retiraron el cuerpo ayer aprovechando que los judíos estábamos en sábado. Me han dicho que buscarían el cuerpo para devolvérmelo, pero dudo que lo hagan.

—Una de las mujeres dijo que habló con Jesús esta mañana aquí mismo. Nos dijo que ha resucitado.

—¿Y tú haces caso de lo que diga una mujer? Ven cosas dónde no las hay. ¿Entonces los romanos me dicen que retiraron el cuerpo y resulta que estaba resucitado? No puede ser.

—Lo siento, pero... le creí. Ahora no sé lo que pensar...

Me di la vuelta y regresé a la ciudad. Los romanos se habían llevado el cuerpo de Jesús... ¿dónde lo habrán puesto? Pero no podía preguntar, sino me atraparían.

Aquella noche, estando en el salón de la casa de Marcos, vino el pequeño Juan, hijo del anfitrión, a compartir la cena con nosotros. Después de cenar y con las ventanas y puertas cerradas escuchamos:

—La paz sea con vosotros.

Nos giramos todos a un tiempo. ¡Jesús!

—La paz sea con vosotros —repitió. Pedro le contestó al saludo.

—Mirad —dijo mostrando las heridas de los clavos y el costado. Añadió—. Tomás, mete tu dedo en mis heridas de las manos y el costado.

Todos pudimos ver las heridas en el cuerpo de Jesús. Así que los romanos no se lo habían llevado. ¡Menudo alivio! No soportaba la idea de que el cuerpo de Jesús acabara en una fosa común. María tenía razón, el maestro había resucitado.

—Marchad hacia Galilea. Allí nos reencontraremos —dijo Jesús—. Tengo más cosas que contaros.

—Pero... Maestro, nos apresarán... —dijo Pedro.

—Id sin miedo. Estáis protegidos. David, aguarda... 

Yo conocí a JesúsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora