Ya avanzada la noche llegué a casa de Jesús. Temí que no estuviera. Me acerqué a la puerta y le di tres toques. Al poco tiempo escuché que alguien se acercaba a la puerta. Él apareció en el umbral. Al reconocerme sonrió y me invitó a pasar.
—Siento tener que molestarte tan tarde, pero es que no podía quedarme en casa esta noche —dije.
—No te preocupes, no es molestia. Si supiera que venías te hubiera preparado algo —dijo él.
—No te molestes, ya vengo cenado.
Era mentira, pero no quería molestar por más tiempo. Me preparó un lecho cercano al suyo con alguna sábana. Me acosté junto a él. Seguía dándole vueltas a la cabeza.
—Pareces inquieto, ¿no puedes dormir? —me soltó él de pronto—. ¿Quieres que te prepare algo?
—No te molestes. No me pasa nada.
—Yo creo que sí, te pasa algo —se sentó sobre su jergón y encendió una lucerna. Después de eso me miró directamente a los ojos. Parecía que estaba leyendo mis secretos más oscuros.
—Me divorcio de Hannah. Es lo mejor para los dos —solté atropelladamente.
Se quedó en silencio viéndome. Después de un largo silencio puso una mano sobre mi hombro y dijo:
—¿Lo has pensado bien?
—Supongo que sí. Es lo mejor...
—Tenéis hijos pequeños. ¿Qué va a pasar con ellos? —dijo él.
—Bueno... —no quise decirle más.
—Son tus hijos —dijo como si me leyera el pensamiento.
—Le dejé la casa. Y también le daré algo para los niños todos los meses. Siguen siendo mi responsabilidad.
—Eso te honra, pero... ¿Le vas a dejar los niños a ella? —preguntó.
—¿Y qué quieres que haga? Es su madre y ella los cuida mejor que yo.
—Necesitan un padre.
—Si, y lo tendrán, pero no viviendo bajo el mismo techo.
Jesús me observó con detenimiento. Se levantó y encendió el fuego de la cocina. Me levanté tras él.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Intento prepararte algo. Supongo que estas nervioso, ¿no?
Puso un poco de agua a calentar y le echó unas hojas. Cuando comenzó a hervir, coló el agua y me la puso en un pequeño cuenco.
—Bebe, te sentará bien —dijo tendiéndome la taza. Bebí.
Nos volvimos a acostar hasta la mañana siguiente que nos levantamos y fuimos al mercado a comprar un poco de fruta para comer, algo de vino y unas hierbas que venían secas. Las mismas, o parecidas, a las que me dio en la noche.
Cuando regresamos a casa había mucha gente a la puerta. Se abrió un pasillo por el que pudimos transitar hasta la puerta. La gente esperaba por él.
—La gente te ama —le dije ya dentro de la casa—. ¿Qué les das?
—Amor, David, amor —dijo sonriendo—. El amor que contiene la Torá. El amor que Dios nos tiene. Ya sé que tú no quieres compartir ese amor. Es una lástima.
—A pesar de ser religioso, eres un buen amigo —le dije poniendo mi mano sobre uno de sus hombros.
— El mejor amigo de todos es, sin duda, a Shem, bendito sea su nombre.
Preparamos un par de panes y nos los comimos con la fruta.
—¿Hoy no tienes trabajo en el astillero?—me preguntó.
—Si. Me paso luego. El trabajo de la semana ya está distribuido. Cada uno ya sabe lo que tiene que hacer.
—Ahora, eres el hombre perfecto para seguirme. ¡Sígueme, David! Ya has dejado todo atrás: familia, casa. Eso te honra porque no estás apegado a los bienes materiales. Has demostrado gran desprendimiento. Muy pocos en Israel son capaces de hacer lo que tú has hecho. Otro hombre ya hubiera denunciado a Hannah por adulterio. Tú no lo hiciste, sino que, además, le has dejado la casa y los niños. Eso es amor, David. Ese es el amor que nuestro Padre quiere para todas sus criaturas.
—Lo siento, es que... no me siento preparado —me excusé.
—No lo hagas como discípulo, no lo hagas como apóstol. Simplemente, sígueme. Puedes ayudar a la gestión de este movimiento. Me refiero a que, los apóstoles y muchos de mis discípulos que renunciaron a todo tienen madre, esposa, hijos... que pueden tener necesidades muy variadas. ¿Comprendes?
—Pues... no, no mucho.
—El otro día uno de mis discípulos me dijo que su mujer necesitaba algún dinero para los niños, pero él no sabía como hacérselo llegar por la distancia. Puede ser, también, que esa familia quiera hacerle llegar una carta a este discípulo. ¿Me entiendes mejor ahora?
—¿Necesitas a alguien que haga de correo, o de recadero?
—Tienes buena forma física, tienes experiencia en gestión, eres práctico. Eres un candidato excelente. Piénsalo.
Estuve el resto del tiempo en silencio mientras Jesús salió a atender a la gente. Yo escuchaba desde dentro de la casa. Cuando terminó su predicación volvió a entrar.
—¿Qué? ¿Qué me dices?
Miré para él, pero no contesté. Estaba confundido. Mi vida había dado un giro por completo. Al cabo de un rato, sorprendiéndome a mi mismo dije que sí, realizaría ese trabajo. Me dijo que podía organizar a más personas para llegar a más sitios.
—Déjame disponer del astillero.
—Gracias por tu ayuda, David.
Salí para el astillero. Ya estaba cayendo la tarde. Dispuse algunos hombres como encargados del astillero en mi ausencia y que, si surgía algún problema, podían acudir a mi padre en mi ausencia. Yo iría con Jesús en la próxima salida por Galilea para ayudar a la comunicación entre sus discípulos y sus familias. Al terminar con mis deberes en el astillero regresé a su casa: la casa de mi amigo.
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Yo conocí a Jesús
Ficção HistóricaDavid Zebedeo relata su vida, cómo conoció a Jesús y como ha vivido su amistad con él y con sus discípulos (y discípulas)