Jesús decidió quedarse otro día más en Cesárea. Fui a buscar a María, no podía estar sin ella. La deseaba. Deseaba más y más... Si, estaba loco. La encontré en su tienda. Estaba junto a más mujeres, así que me quedé a una distancia prudencial. Ella me miró y cuando terminó lo que estaba haciendo vino a junto mía. Nos alejamos un poco del campamento.
—David, lo de ayer...—comenzó a decir—. Es mejor que no vuelva a repetirse.
—¿Por qué, amor? Quiero que nos casemos. Quiero formar una familia contigo. Eres la mujer de mi vida.
—Yo... no puedo tener hijos.
—¿Qué? ¿Por qué? —solté.
—Contraje una enfermedad de esas... ya sabes... y, desde entonces, no me volví a quedar embarazada. Esa enfermedad... duele mucho aquí —dijo tocándose un punto del bajo vientre.
—Ah, no se. Bueno, puede ser que yo sí pueda dejarte embarazada —dije.
No contestó. Es posible que me dijera la verdad porque las prostitutas de aquel tiempo contraían enfermedades, y también, con tantos abortos, pueden quedar estériles. Es terrible porque en nuestra cultura no tener hijos está mal visto. Es un mandamiento que Dios nos dio. Pero no quería creerlo. Me gustaba imaginar casado con ella y con muchos hijos.
Caminamos un poco más y dijo:
—¿Tu nunca tuviste problemas ahí? Lo digo porque a lo mejor pude contagiarte.
—Que yo recuerde, no. Además he podido engendrar este último hijo. No me ha pasado nada extraño.
—Me enteré de lo de Hannah. Los rumores corren muy deprisa.
—De nuestro divorcio, querrás decir, ¿no? O... ¿De todo, todo?
—De vuestro divorcio, claro. ¿Y qué más hay que saber de ella? —preguntó curiosa.
—Nada, nada. Volviendo al tema: no me importa que no podamos tener hijos —claro que me importaba—. Quiero estar contigo.
—¿Seguro que no te importa?
Negué con la cabeza.
—¿Vamos al mismo lugar que ayer? —le propuse.
—David, no deberíamos.
—Pero quieres.
—Si, pero...
La agarré de la mano y casi la empujé por todo el camino. Pronto llegamos al lugar.
Ella tomó la iniciativa esta vez. Me besó en la boca y metió su lengua dentro de la mía. Era la primera vez que me hacía eso así. Ella retiró mi ropa lentamente, me acarició el cuerpo. Me quedé inmóvil y me dejé hacer. Ella se desnudó muy poco a poco, jugando con sus ropas y contoneando las caderas. Se colocó encima mía de modo que tenía sus pechos colgando delante de mis ojos. Se movía. A mi me gustaba. En ese momento podía hacer conmigo lo que quisiera.
De pronto agarró mi pene con la mano. Se deslizó hacia abajo y paso su lengua por mi sexo.
—María, ¿qué haces? —protesté.
—Shhhh... Tranquilo. Te gustará.
—No sigas, no...
Ella metió mi pene en su boca y succionaba. Yo miraba. Era la primera vez que una mujer me hacía esto. Ni siquiera ella me lo había hecho antes. Me gustaba mucho, pero estaba alerta.
—Relájate, hombre. No te lo voy a comer.
—María, para mi eres mi mujer, no una prostituta. No tienes por que hacer eso si no quieres.
—Quiero hacerlo.
Me relajé sobre el suelo. Mi pensamiento se centró en sentir. Era mucho placer el que ella me daba, pero ¿cuándo íbamos a ello, al meollo? Me volví a sostener sobre mis codos.
—Relájate —sonrió.
Volví a reposar sobre mi espalda. Después de un rato succionando, con la lengua recorría toda la zona del glande. Tuve que esforzarme para no correrme en su cara. Me estremecí y cerré los ojos. Ella se colocó a horcajadas encima mía e introdujo mi pene en su vagina. ¡Era ella la que me estaba haciendo el amor a mi! Abrí los ojos. La vi balanceándose encima mía mientras sus pechos también lo hacían. Poco a poco lo hacía más rápido hasta que no aguanté más. El orgasmo llegó, me corrí dentro y emití un gemido de placer.
—¿Te gustó? —dijo ella.
—Oh, si... si...
Todavía tenía el cosquilleo en el cuerpo.
—María, nadie me hizo algo así.
—Entonces se nota que estuviste con pocas mujeres. Y con las que has estado eran unas mojigatas.
—Si, estuve con pocas. Hannah, tú y...
—Eres un buen hombre, honesto, trabajador. Lástima que no supe valorarte antes —dijo María.
—¿Estás hablando en serio? —dije.
—Si. Todavía recuerdo aquel día en que me dijiste para casarme contigo. Te contesté que quería ser libre, andar con hombres que me cubrieran de joyas... frivolidades. He sido una egoísta. Aquel día en que saliste de mi casa y diste un portazo... el día en que te perdí... Pocos hombres buenos llegan a tu vida. Fui una idiota al dejarte ir. Todavía podríamos tener hijos en aquel tiempo. Ahora...
Sus ojos se cubrieron de lágrimas. Me abrazó. Yo me sentía incómodo. Las lágrimas de una mujer me hacen sentir fuera de lugar. No sabía que hacer.
—Nunca es tarde... —susurré dubitativo.
—Si, es demasiado tarde... demasiado tarde... —dijo ella.
—No. Estamos en una buena situación para casarnos. Ambos estamos solos ahora —dije.
—Y los hijos, ¿eh?, ¿y los hijos?
—¡Al diablo los hijos, María! ¡Joder! Que te quiero a ti.
Su cara se escondió en mi pecho. Sentí sus lágrimas resbalar por mi piel. Dejé que se vaciara su corazón por completo en llanto. Quería que se desahogara. No se cuánto tiempo estuvimos así.
—Te quiero, David.
—Yo también a ti.
Volvió el silencio hasta que sus lágrimas se secaron. Comenzamos a vestirnos. Después volvimos a la ciudad, abrazados.
—Jesús podría ayudarnos con la cuestión de los hijos —dije—. Si hace milagros...
Al escuchar esto María me miró a los ojos y volvió a llorar. Ella comprendía que para mi los hijos sí eran importantes.
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Yo conocí a Jesús
Tarihi KurguDavid Zebedeo relata su vida, cómo conoció a Jesús y como ha vivido su amistad con él y con sus discípulos (y discípulas)