La vida continuó como siempre. Hannah estaba cada vez más gorda. Yosef y yo íbamos para el astillero y Raquel atendía a su madre en casa y la ayudaba con las tareas del hogar.
Un día por la mañana me disponía a salir con el niño para el trabajo y Hannah me dijo que le dolía un poco el vientre. Le dije a Raquel que pusiera sobre aviso a la partera, por si el bebé decidía venir pronto y salí.
Después de estar unas horas en el astillero vino un mensajero para hablar conmigo. Hannah estaba de parto. Realicé unas últimas disposiciones, agarré a Yosef y nos fuimos corriendo a casa. Al llegar, la casa estaba llena de gente. Eran mis hermanos y mis padres. También estaban los padres de Hannah. Me dejaron entrar, pero al llegar a la habitación la partera me echó fuera. Hannah estaba con contracciones y la partera estaba viendo cuánto dilataba. Hannah gritaba de dolor. Sin embargo, fueron así todos sus partos, no había nada fuera de lo normal. La gente se preguntaba si sería niño o niña. Todo el mundo quiere un niño, yo también. Seguimos esperando. De pronto sale Raquel de la habitación y se puso a hervir un poco de agua, cogió paños limpios y un cordel fino y entró de nuevo en la habitación con todo eso. La niña volvió a salir pálida y cogió muchos más paños. Hannah gritaba menos, sus quejidos eran débiles, pero no escuché el llanto de un niño. Tenía mucha curiosidad por saber lo que ocurría dentro de la habitación. Toqué en la puerta y me abrió la partera. Me dejó entrar de esta vez. Hannah estaba recostada en cama, el suelo del cuarto estaba muy ensangrentado y en una esquina vi el cuerpo de un bebé. Estaba morado, envuelto en muchos paños y no se movía. Fui a cogerlo en mis brazos. Emitió un leve quejido, pero no lloró. Le dí unos cuantos golpes, pero no lloró. Lo abracé contra mi pecho porque pensé que podría estar pasando frío. Abrió un poco los ojos y parecía mirarme. Acerqué el niño a Hannah, pero ella tenía los ojos cerrados. Le di un golpe en el hombro para que se despertara. Abrió los ojos, pero no dijo nada. Le dí al niño para que lo amamantara. Ella descubrió su pecho, que estaba bajo unos paños. Pero el niño no lo agarró. Lo intenté más veces hasta que mandé a Raquel a ordeñar una cabra para darle leche al niño. La partera se me acercó y me dijo que no me molestara. El niño moriría igualmente.
—¿Cómo que se está muriendo? —pregunté con miedo.
—Shhh no quería decirlo delante de la madre —dijo en voz baja—, pero el niño no aguantará mucho más. Venía ahogado con el cordón y, aunque lo reanimé, no va a vivir mucho tiempo más. Está morado porque aspiró líquido durante el parto y sus pulmones no aguantarán. Además no coge el pecho.
Agarré al niño por los pies y lo puse cabeza abajo. Comencé a darle golpes en la espalda a ver si podía sacar el líquido de sus pulmones. Me resistía a la idea de que se muriera, pero antes de que Raquel regresara con la leche el niño había muerto en mis manos.
—¡Nooo, no puede ser. Tiene que vivir! —dije intentando reanimarlo.
—No se moleste, señor, el niño ya venía mal. Ya está muerto —dijo la partera.
En ese momento me di cuenta de que Hannah no había dicho nada. Me acerqué a la cama. Estaba pálida y agotada. La partera se despidió y se fue.
—Hannah, ¿qué te pasa? —dije.
—Estoy muy cansada, David. Este parto fue más difícil que los otros. El niño venía en una posición complicada y me desgarró un poco.
—Descansa, cariño —dije dándole un beso en la frente. Abrí la cama para meterla y me di cuenta que los paños estaban manchados de sangre. Saqué los sucios y puse unos limpios. La metí en la cama y la tapé con una manta. Estaba fría y pálida.
—David, estoy pensando en lo del profeta aquel...
—¡Bobadas! Deja de pensar en eso. Verás que pronto te pondrás bien.
Ella se puso a llorar la muerte de su bebé. No sabía qué hacer porque, cuando las mujeres lloran, uno no sabe nunca a qué atenerse. No podría resucitarlo, aunque quisiera. ¡¿Resucitarlo?! Tenía que hablar con Jesús.
—Me voy, queda Raquel contigo.
—¿Adónde vas?
—Voy a hablar con Jesús, a ver si nos resucita al niño —dije inocentemente.
—No, no vayas —dijo ella agarrándome la mano desesperadamente.
—¿Por qué?
—Me siento mal. Siento que la vida se me escapa. Creo que el niño y yo estaremos juntos en poco tiempo. No te vayas, no quiero morir sola.
—¿Quién habló de morir? No, cariño, pronto te restablecerás, como siempre.
Llamé a Yosef y lo mandé corriendo a Cafarnaún, a ver si Jesús estaba en casa, y si no era así, que averiguara para mandar llamarlo. El niño salió corriendo, asustado. Tenía miedo de que su madre se muriera también. Sin descanso corrió lo más rápido que pudo. Yo me quedé con Hannah.
Le preparé un té caliente y se lo llevé a la habitación. Volvía a tener los ojos cerrados. La llamé y la incorporé un poco para que pudiera beber el té. De pronto, me pareció ver una mancha de sangre. Me puse a observar aquella mancha que parecía estar creciendo. Levante la manta y vi que la cama estaba manchada de sangre. Hannah estaba muy pálida. Llamé a Raquel para que le dijera al abuelo que Hannah estaba muy mal y que llamara a un médico con urgencia.
—David...
—Que... —dije aproximándome a ella—. Siento que la vida se me va.
—No te preocupes, mi padre llamará a un buen médico para que te atienda.
—¿A mi? ¿A una mujer?
—Si.
—No hay tiempo... —dijo.
—No te vayas. No nos hagas esto —dije.
—Te quiero... —dijo casi en un susurro, y expiró.
Comencé a darle bofetadas en la cara a ver si reaccionaba. No podía estar pasado eso. Parecía que estaba en una burbuja, en un mal sueño. La cogí de las manos y me eché a llorar. De pronto se abrió la puerta y entró mi padre. Un niño muerto en una esquina, una mujer muerta en su cama rodeada de una gran mancha de sangre y un hombre destrozado agarrado a las manos de su mujer. Eso fue lo que el pudo observar a su llegada.
Cogió al niño para amortajarlo y mandó entrar unas mujeres para que hicieran lo mismo con el cuerpo de Hannah. Intentaba impedir que se llevaran los cuerpos, tanto el del niño como el de la madre.
—David, sé razonable —dijo mi padre—. Hay que enterrarlos.
—No, papá. Tiene que llegar Jesús para resucitarlos —repetía.
—Pero, ¿cómo va a resucitarlos?—dijo él. Después de una pausa añadió—. Comprendo tu dolor, pero hay que enterrarlos.
—No, papá, nooo... Yosef llegará con Jesús en cualquier momento. ¿Acaso no curó a Amós? ¿Por qué no va a resucitarlos? Lo he visto hacer milagros y sé que lo hará. Dame tiempo, solo eso —debía de tener los ojos de un alucinado en ese momento.
—No, David. Los muertos hay que enterrarlos.
Mi padre hizo todo lo necesario para el entierro. Incluso llamó a unas plañideras. Cuando Yosef llegó dijo que no había encontrado a Jesús ni sabía nada acerca de él. Madre e hijo fueron enterrados juntos.
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Yo conocí a Jesús
Ficción históricaDavid Zebedeo relata su vida, cómo conoció a Jesús y como ha vivido su amistad con él y con sus discípulos (y discípulas)