Historia de amor

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Capítulo 4

Era un domingo a la hora de la cena, cuando llegó la última oportunidad de Nathaniel para pedir prestado el auto de su abuelo. Estuvo todo el sábado y todo el domingo buscando el mejor momento, pero sabía que, si pedía su auto para algo más que ir al trabajo, debía tener una buena razón. Ahora, convenientemente con toda la familia reunida en la mesa que el día anterior compartió con Priscila y Rosie, Nathaniel observaba su tortilla de huevo y papas con nervios.

En la mesa de seis puestos, el abuelo siempre estaba en el extremo izquierdo, con su esposa y su hija sentadas a un lado, y Nathaniel y su hermana del otro. El chico vio en diagonal para encontrarse con su madre, una mujer que aun siendo bastante hermosa se había dejado consumir por horas extensas de trabajo, algo de cigarrillo casual y tragos de alcohol lo suficientemente fuertes como para dejarla solo un poco sedada. Su cabello despeinado no le ayudaba a sus ojos oscuros por ojeras, bolsas y delineado, y en cada arruga de su cara se notaba que si pudiese agregar una hora más de sueño no le vendría nada mal; sin embargo, debía levantarse a las 5:00am y salir a las 6:00am para, con suerte, llegar antes de las 7:00am a su trabajo al otro lado del pueblo. Así comenzaba su larga jornada hasta que pudiese, entre las ocho y nueve de la noche, volver a su casa, comer, distraerse, hacer las tareas pendientes y, tal vez, dormirse antes de la medianoche.

Matilda trabajaba demasiado, no por metas egoístas, al menos no en un principio. Desde que volvió a pisar Nuevo Olpes solo pensó en una cosa: salir de ahí. Así que tomaba todas las horas necesarias para ahorrar dinero, tanto como para volver a Georgina, o tal vez emprender en Arosa y no tener que estar tan lejos de sus padres, pero ese pueblucho olvidado por Dios ya era demasiado para ella. Más de una década después seguía sin tener suficiente. Cuando sentía que tenía una cantidad decente, alguien enfermaba, o algo se dañaba, o Elisa quería empezar algo que no iba a terminar, o Elisa quería comprar ropa, o Elisa quería ir de viaje a la playa con sus amigos. Nathaniel nunca pedía nada, así que no sabía si ese tipo de beneficios se le darían a él también.

Pero ahora Nathaniel quería pedir algo.

—Abuelo... ¿podría usar tu auto mañana? —dijo el chico en voz baja, rompiendo el silencio que solo rellenaba el sonido de los platos siendo golpeados por los cubiertos.

—¿Para qué? —preguntó Gerard, observando a su nieto.

Hizo la pregunta que él tanto temía.

—Iré a Arosa —trató de evadirlo.

—¿A qué? —el anciano se veía aún más confundido. Su nieto, si pudiese, no iría ni al pueblo.

El estómago de Nathaniel daba vueltas, y su pierna se movía más rápido que de costumbre.

—La sobrina de Priscila me pidió llevarla a la universidad... —esas palabras se sentían como ácido en su garganta.

—Uh... la sobrina de Priscila... —la voz burlona de su hermana era lo que más temía que pasara.

—Quién es ella? —preguntó Matilda, mirando a su hijo.

Nathaniel, como si llamaran a un cachorro, miró a su madre, y su vergüenza se disipó un poco.

—Somos amigos... un poco... la conocí una vez comprando huevos. Me contó que necesita quien la lleve mañana, y me preguntó si podía hacerlo yo —respondió.

—Es una niña adorable, parece que se llevan bien —el tono con el que su abuela dijo eso no era uno que hablara solo de amistad.

—No me agrada la idea, nunca has conducido tan lejos tú solo —Matilda frunció el ceño, mientras metía un trozo de tortilla a su boca.

El puente de los solitariosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora