Mente maestra

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Capítulo 6

Rosie despertó con ánimo, como lo había hecho desde el lunes, día en que Nathaniel comenzó a llevarla a la universidad.

Era jueves, habían pasado un par de días desde esa última noche en el puente, y la chica se negaba a pensar en ello porque, si comenzaba, su mente no iba a parar, y se conocía, sabía que si tomaba suficiente decisión diría cosas apresuradas.

La rutina matutina de Rosie era despertar a las 6 de la mañana, hacer su desayuno y dejar listo el de su padre, quien salía a trabajar un poco más tarde, ponerse la ropa que había decidido la noche anterior y esperar a su primo en la carretera, solo que estos días no era a su primo a quien esperaba, sino a Nathaniel y a su hermana, Elisa, que le parecía intrigante y divertida.

—No me gusta esa ropa, cámbiate la falda —le ordenó su padre con voz ronca, mientras se servía un café en la cocina

Había días que se levantaba a la vez que ella, esos días solía haber comentarios así.

«No me importa que no combine, papá, me gusta, me quiero ir así» pensó, más no dijo nada y fue a su habitación en el segundo piso a ponerse unos jeans holgados.

Su anterior decisión de vestuario era una falda tableada verde con puntos blancos hasta la rodilla, acompañada de una blusa rosa pastel con mangas hasta los codos. Rosie sabía que, como mínimo, se vería extraño, pero a ella le gustaba verse así, le gustaba verse extraña, le gustaba resaltar a su manera, y aunque podía salirse con la suya los días que su padre no la miraba antes de salir, no tenía salvación cuando sí.

Si Marti Laras decía que sí o que no, era sí o no.

Volvió al primer piso, su padre revisaba su teléfono en el sillón individual de la pequeña sala de estar. Su otra mano sostenía un café con leche.

—¿Así está mejor? —preguntó sin una pizca de enojo, aunque en el fondo le hubiese gustado demostrarlo.

—Sí, que te vaya bien, linda —luego de dar un vistazo de milisegundos, volvió su mirada al teléfono.

Ya eran las siete y diez, así que tomó su mochila, su tóper con galletas por si le daba hambre, y cruzó la puerta de la casa para caminar por el diminuto porche y salir a la calle.

Su vecindario, más que un vecindario, era una larga calle de asfalto —que un kilómetro más al fondo se volvía de tierra— con casas a cada lado, algunas muy apartadas de otras. En la altura de la de Rosie aún estaban más pegados los terrenos, pero siguiendo por la calle, la distancia entre casas se ampliaba, y eran divididas por lotes vacíos o por árboles. Le gustaba vivir ahí, era tranquilo, y como sus vecinos tenían animales, no era inquietamente silencioso.

Caminó hacia la carretera. Parte de su rutina de mañana, específicamente la parte donde debía caminar unos minutos en soledad y paz, era hablar con Dios. Su tía abuela Priscila le había dicho alguna vez que no debía tener vergüenza de hablar con Dios en voz alta, pero no fue hasta que se empezó a relacionar con él que lo implementó a su vida diaria.

—A veces solo quiero responderle, pero no puedo—le decía con algo de pena a ese ser que estaba en algún lado. Su voz era baja, un murmullo—. No quiero tenerle miedo, y aún así creo que lo tengo —suspiró—. Dame valentía para decirle cómo me siento, o haz que pueda entenderme. Solo quiero volver a lo que alguna vez fuimos —ella se sentía escuchada, y era lo único que le interesaba.

Si hablar a un ser invisible le daba una extraña paz, entonces lo seguiría haciendo, aunque, a palabras de una vecina que una vez la escucho, pareciera que conjuraba cosas.

El puente de los solitariosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora