IV . Posibilidad

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Madrugada de Martes, 13 De Marzo De 1870.

Elena estaba afectada, pues la improbabilidad había llegado, su peor miedo había regresado, junto con memorias que había enterrado. Diego fue su primer amor, su desamor, el placer, lo que era “vivir”, su todo en todo y justo por eso siempre había sido un miedo su retorno.

Con las emociones a nada de explotar, temblando y en un intento de tener la mente en blanco para no sufrir por los recuerdos, Elena subió las escaleras rápido, llegando a su recámara que abrió desesperada para escapar de todo, pero no fue opción, Lidia la llamó en un grito. Dejando entré cerrada la puerta entró a la habitación de su madre ahogada en alcohol, necesitada de ayuda para poder dormir cómoda.

Catalina, más dormida que despierta, era mantenida en pie por Verónica y Lidia detrás de ella le desajustaba el corsé.

—¡Ayúdanos! —le gritó viéndola entrar—.

La preocupación otra vez presente en la vida de Elena y la debilidad de sus sentimientos se veía reflejada en el temblor de sus manos, en la torpeza de sus movimientos, en el silencio de su personalidad. Abrió las mantas de la cama y después, sacó el vestido de debajo de los pies de Catalina para guardarlo; en cada cosa que hacía, sentía la mirada de Lidia, siguiendola, juzgandola.

—Así que Diego volvió. —guiando a la cama a Catalina, dijo Lidia, riendo un poco—.

—¿De qué te ríes? —Enojada llegó a ella para ayudarla a acostar a Catalina—.

—Él te usó Elena y le dejaste de servir cuando dejaste de ser una niña. —sonriendo burlona, arropando a Catalina—.

—¿A qué te refieres? —Dijo con una pizca de valor—.

Lidia, con una sonrisa lobuna, volteó a Elena, ella, que encorvó su postura mostrando vergüenza y corporalmente ocultando su existencia. Lidia, en realidad sin la intención de dejar a su hermana con la duda, caminó a la salida de la habitación solo para alterar a Elena.

—Yo misma le dije que habías manchado tus sábanas blancas de sangre. —abrió la puerta—. Días después él desapareció ¿Por qué crees tú?

Lidia salió y se quedó un momento fuera de la habitación para escuchar el llanto de su hermana, ese que eran pensamientos guardados por años, pues, todos le eran confirmados. Verónica con la pena que compartían por ser amigas, lloró con ella y la abrazó, sacándola de la recámara antes de que Catalina volviera en sí.

Verónica, tomando a su amiga por la cintura, la ayudó a caminar. La puerta que hace un momento estaba emparejada, la tuvo que abrir de nuevo y después de eso, iluminadas por sólo una vela, sentó a su amiga en la cama donde la abrazó.

—Tengo mucho miedo… —balbuceo entre jadeos sobre el pecho de su amiga—.

—No tienes por qué, me tienes aquí a mí. —Trató de tranquilizarla, acariciándole la espalda—.

—Pero él, él con sólo una mirada siento que me tiene, que me ha tocado entera. —El aire parecía no ser suficiente para ella—.

—Los problemas son él, él son problemas, así que, aléjate lo más que puedas de los problemas.

Elena, con hilos de saliva juntando sus labios, con lágrimas que mojaban su rostro y la situación en un, no hay escapatoria, se encontraba, ensimismada en la probabilidad, ya que siempre supo qué él volvería para hacer su vida un verdadero infierno que la quemaba por lo que fueron.

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