CAPÍTULO CATORCE.

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Nunca ha escuchado a nadie utilizar «otra vez» de una manera tan contundente. Le resulta extremo, cuidadoso, pero precipitado, dicho con la velada preocupación de alguien a quien no le daría igual no volver a verla o no saber nada de ella.

Es una de las imágenes, sueños o recuerdos más recurrentes que tiene y aún en esos momentos puede oírlo «otra vez, Ava» es justo antes de que su cuerpo se estremezca, se tense y despierte. Antes de captar los primeros rayos de sol colándose por la ventana de la habitación.

Pero desde las últimas semanas, esos flashes ocurren con mayor frecuencia. Ni siquiera tiene que estar dormida para sufrirlos.

«otra vez, Ava»

Y aquella mañana a finales de verano ella lo intentó otra vez. Porque Beatrice se lo estaba pidiendo, porque todo el desastre que ocurrió después de su misión en el Vaticano había sido culpa de ella. Sólo de ella. «Cómo has podido ser tan estúpida, Ava» se repetía una y otra vez, noche tras noche, pesadilla tras pesadilla. Había liberado a Adriel sin apenas esfuerzo, sumiendo al mundo en un peligro que antes, al menos, estaba contenido por la iglesia católica. Pero ella había llegado a, literalmente, derrumbar todas y cada una de las murallas de contención. Por aquella razón, aquella mañana, en aquel páramo en los alpes suizos, lo hizo otra vez.

Los entrenamientos con Beatrice eran duros. Muy duros. Sobre todo desde que habían volado a su siguiente misión; ocultar el halo, ocultarla a ella y mientras tanto, prepararla física y mentalmente para su último enfrentamiento contra Adriel. A Beatrice le gustaba decir que era una misión de incógnito, pero ella estaba demasiado maravillada con su nueva vida. Había estado a punto de huir con JC una vez, y quizás aquella habría sido la decisión más inteligente porque todo lo que estaba viviendo en aquellos momentos era muy diferente a lo que alguna vez pudo haber imaginado desde la incomodidad de su cama-prisión en el Orfanato Sant Michael. Sí. Tenían un apartamento en una increíble ciudad suiza, con vistas a los alpes, calles empedradas, edificios enladrillados y clima perfecto cada vez que quería que su rostro fuese bañado por el sol. También tenía un recién estrenado puesto de trabajo como barista.

Y por supuesto, tenía a Beatrice.

Oportuno o no, la monja se había convertido en su mayor apoyo en los últimos tiempos. No sólo estaba entrenándola para no volver a meter la pata en todo aquel lío católico, también le estaba dando la oportunidad de vivir una vida lo más normal posible. Una vida que le fue arrebatada hacía ya mucho.

Pese a las disconformidades propias de la convivencia, compartir espacio con Beatrice no era tan malo. Normalmente la monja disfrutaba de sus breves momentos de soledad; se levantaba muy temprano para meditar en frente del ventanal del salón, leía libros increíblemente extensos o charlaba con Camila. Siempre estaba en contacto con Camila y con la orden. Y ella también. Le preocupaba Mary. Así que, cuando Beatrice se apartaba y caminaba descalza hasta el salón para hablar por teléfono, ella se quedaba en el marco de la puerta de la habitación, con las manos juntas por delante de su cuerpo y esperando recibir buenas noticias acerca del paradero de su amiga.

Nunca llegaron.

Lo que sí llegó fueron las pesadillas y con ellas, los ataques de pánico. Por suerte tenía a Beatrice.

Y quizás fue entonces cuando la confianza que le procesaba a la monja creció. Quizás fue entonces cuando empezó a fijarse en la inmensidad de los ojos de Beatrice, en sus pecas perfectamente salpicadas o en la manera tan íntima que tenía de estrecharla entre sus brazos cuando ella era un manojo de nervios.

Claro que lo peor fue cuando la energía del halo fluyó a manantiales por culpa de los ataques de pánico, porque no podía controlarla y porque comenzaban a ser violentas. Había roto dos veces las ventanas de la habitación, había hecho una grieta enorme en la pared y cada vez que se levantaba gritando, sudando y con dolores que no podía siquiera describir, la energía del halo ya había vuelto a hacer de las suyas. Una vez se encontró a Beatrice contra la pared, con una herida pronunciada en el labio. Al parecer, cuando la monja había intentado acercarse a ella para despertarla y calmarla, la energía del halo explotó, empujándola contra una de las esquinas y haciéndola caer contra la cómoda.

SALMOS 34:14 (SEGUNDA PARTE)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora